jueves, 3 de julio de 2008

Índice

Bueno, amigos. Espero que esta historia os haya gustado. Ahora, para que todos podáis volver a leer los capítulos que más os gustaron, o para que los nuevos lectores puedan leer la historia completa con más facilidad, voy a dejar aquí los enlaces de cada capítulo:
Presentación.
Introducción.
Capítulo I: La llamada.
Capítulo II: Marcos.
Capítulo III: Lucía.
Capítulo IV: Nueva llamada.
Capítulo V: El reencuentro.
Capítulo VI: El concierto
Parte I.
Parte II.
Capítulo VII: Después del concierto.
Capítulo VIII: En casa.
Capítulo IX: La mañana siguiente.
Epílogo.
Un abrazo, y gracias por soportar tanto tiempo esta historia.

Epílogo

Se miraron a los ojos y, en ese instante, se dieron cuenta de que toda la vida habían esperado ese momento. Ella, cubriendo su desnudez sólo con la camiseta que él le había dejado y que le quedaba grande y con un pequeño tanga de color azul, miraba a los ojos cansados del hombre que tenía delante, sabiendo que se conocían no desde el momento, quince años atrás, en que habían empezado una conversación insulsa propia de compañeros de clase, sino desde el mismo momento en que nacieron.

FIN

Capítulo IX: La mañana siguiente

La luz de la mañana la despertó cuando hacía pocos minutos que habían dado las nueve. Se incorporó en la cama con una sensación extraña. Se dio cuenta de que la cama no estaba revuelta, y de que ella todavía llevaba la camiseta y el tanga. Nadie se había metido con ella en la cama mientras dormía ni había intentado hacerle nada. Eso era normal en su amigo, pero no en la mayoría de los hombres; de hecho, precisamente por eso, tampoco debería ser normal en él. A fin de cuentas, Marcos también era un hombre. Sin saber muy bien por qué, se levantó y sin ponerse nada (la calefacción por hilo radiante daba una agradable temperatura a la casa pese al frío del invierno), salió de la habitación.

El pasillo estaba iluminado por la luz que entraba por los amplios ventanales, y ella distinguió sin problemas las puertas del cuarto de baño, la sala donde estaban las guitarras y el despacho, aunque no sabía cuál era la estancia que estaba detrás de cada una. También veía la escalera para bajar al piso inferior.

Abrió la puerta que estaba más cerca de ella. Era la de la sala donde Marcos solía ensayar. Lucía entró. Se fijó en los detalles mejor de lo que lo había hecho unas pocas horas antes. Vio un pequeño escritorio en un rincón, seguramente donde escribía las canciones, varias sillas, un atril, dos o tres amplificadores de tamaños diferentes y, por supuesto, las guitarras. Se acercó a ellas.

En el soporte que las mantenía colgadas a la pared había tres huecos vacíos, y ella supuso que correspondían a las tres guitarras que Marcos había usado la noche anterior durante el concierto. Leyó los nombres que estaban escritos en las cabezas de los instrumentos, nombres resonantes pero que le decían muy poco: Fender, Gibson, Ibanez, Martin, Jackson, Kramer… Algunas tenían formas caprichosas, y Lucía se preguntó qué diferencia habría entre una guitarra con una forma normal y una guitarra de forma diferente.

La Fender que estaba allí, una Stratocaster granate, era, sin duda, la que él había usado en el primer concierto de Valkiria al que ella había asistido. Había un par de guitarras españolas, y en una de ellas, una Azahar modelo 110, Lucía creyó reconocer (no lo creyó, estaba segura de ello) la guitarra que él había utilizado la vez que le había hecho un “concierto privado” para ella.

La descolgó. Acarició con cuidado las cuerdas de nylon e incluso se permitió la libertad de hacer vibrar una de ellas. El sonido fue apenas perceptible. Volvió a dejar la guitarra en su lugar y siguió examinando la sala.

A la luz del día no parecía tan decepcionante como por la noche. En las paredes no sólo había pósters de grupos. También había fotos de Marcos con su grupo o con otros músicos. Fue mirando las fotos. Parecía que se situaban cronológicamente, las más viejas a la izquierda y las más recientes a la derecha. Se reconocía el paso de los años en el rostro de Marcos. Se veía en él una imagen más segura, pero también algo más cínica. Había pasado mucho tiempo para llegar del gesto humilde de los Valkiria de las primeras fotos al gesto seguro de sí mismo y algo arrogante de las más modernas. Sin embargo, en las fotos en las que estaba con otros músicos el rostro de Marcos no era arrogante, sino humilde, como el de un admirador más.

Algo llamó la atención de Lucía. Se trataba de la mochila que Marcos había dejado allí la noche anterior. Estaba en el suelo, junto al escritorio, pero ahora parecía vacía. Ella se acercó con curiosidad y comprobó que, efectivamente, estaba vacía, y se fijó en que, junto al escritorio había varios aparatos (afinadores, pedaleras, pedales,…) que no sabía para qué servían.

Salió de aquella sala y se metió en la de al lado. Era la biblioteca. Una figura dormía sentada en una silla y con la cabeza apoyada en la gran mesa. Marcos se había quedado dormido leyendo. Lucía se acercó sigilosamente a él. Desde luego, la imagen que presentaba no tenía nada que ver con la imagen dura y agresiva que había mostrado durante la actuación. Ahora, en esa posición, vulnerable, volvía a ser su amigo, el compañero de instituto de siempre. Su nuca quedaba al descubierto porque su cabello no la cubría del todo. Lucía sintió la necesidad de besar esa nuca y despertarlo como en un cuento de hadas. Pero se dio cuenta de que la escena no requería eso en realidad. Lo que verdaderamente requeriría si ella todavía estuviera dispuesta a cometer un error enorme era acariciar esos centímetros de piel desnuda para luego hundir sus dedos entre los rizos de su amigo. Pero no estaba dispuesta a equivocarse.

Se asomó un poco para ver lo que él leía cuando se durmió, y vio el título de un artículo sobre poblamiento altomedieval en un lugar del norte de España del que ella no había oído hablar jamás. El título decía que ese lugar estaba en Asturias, pero ella hubiera jurado que los apellidos del autor eran gallegos. Muy aburrido debía de ser cuando se había dormido con sólo empezarlo.

Lucía escuchaba la acompasada respiración de Marcos y decidió dejarlo dormir. Se acercó a una de las estanterías y leyó los títulos de los libros que se agolpaban en los anaqueles, combándolos con su peso. Libros de Arqueología, Historia, Geografía, Antropología, Arte…

Se acercó a otra de las estanterías. Allí estaba la literatura. Novelas, poemarios, obras de teatro... Un título llamó su atención. Era el de un libro que ella le había regalado muchos años atrás. Lo cogió para verlo, pero el libro se deslizó entre sus dedos cayendo al suelo con estrépito.

Ella se dio la vuelta y vio que Marcos se había despertado sobresaltado y la miraba sorprendido mientras se ponía de pie.

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Capítulo VIII: En casa

La imagen que apareció ante los ojos de Lucía no se correspondía en absoluto con la imagen que ella se había creado. No era la casa de Marcos el Bardo, líder de Valkiria y estrella del Heavy. La sobriedad y la elegancia que el recibidor y el pasillo denotaban le demostraban que aquélla era la casa de Marcos, su amigo del instituto. De pronto, sus ganas de diversión desaparecieron. La imagen que se había formado se rompió en mil pedazos ante sus ojos.

Marcos leyó en su mirada algo que había leído más veces. No era la primera vez que una mujer iba a su casa esperando acostarse con una estrella y se había visto decepcionada al ver que ésa era la casa de alguien normal (“Me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”, como cantaban Los Secretos). Suponía que Lucía ya no lo veía como antes, así que decidió ser amable y recordar que antes de estar a punto de meter la pata eran amigos. Aún así quería enseñarle algo.

- ¿Subimos? – preguntó.

Ella no sólo estaba decepcionada. Ahora estaba indignada. ¿Encima todavía quería subir al dormitorio? ¡Qué desfachatez! Pero como él ya había comenzado a subir las escaleras, fue detrás de él. Llegaron y él abrió una puerta. Ella esperaba encontrar un dormitorio corriente, pero nada más lejos de la realidad.

En realidad, habían entrado a la sala en la que él solía ensayar, para que él dejara su mochila. Ella se fijó. Era vulgar hasta eso. Una habitación desnuda, en cuyas paredes había algunos pósters de grupos, con guitarras colgadas de una pared y un par de amplificadores en un rincón. La verdad, como sancta sanctorum era bastante decepcionante.

- No te gusta, ¿verdad?

- No es eso – mintió ella –. Lo que pasa es que estoy cansada, creo que me voy a ir a casa.

- No antes de que te enseñe otra cosa.

Ella volvió a creer que en sus ojos había deseo. Tal vez estaba decidido a tomar la iniciativa. Pero volvió a equivocarse. Cuando entraron en la habitación de al lado, ella quedó deslumbrada.

Estaban en la sala más grande de la casa, una enorme biblioteca en la que tres de sus cuatro paredes estaban forradas de libros. La cuarta pared era un gran ventanal a través del cual se veía la luz de las farolas de la calle.

La sala parecía estar organizada en dos partes, una en torno a un enorme escritorio atestado de papeles, junto al cual, en otra mesa, había un ordenador. La otra parte se organizaba en torno a un sillón y una mesita auxiliar, situados allí para leer cómodamente con algo de bebida al lado. Estaban en el verdadero sancta sanctorum.

Ahora sí que sabía que debía irse. Desde luego, aquél tipo era su amigo, nunca debió dudar. No estaba en la casa de una estrella. Estaba en casa de Marcos. Había hecho mal en confundir las cosas y ahora debía largarse de allí cuanto antes para que su humillación fuera un poco menor.

- Me voy – dijo.

- ¿Por qué? Acabamos de llegar.

- Es tarde, estarás cansado.

- Da igual. Por lo menos deja que te lleve a casa – seguía siendo un caballero.

- No, lo mejor es que me vaya, ya cogeré un taxi.

- Ni de coña, tía. No pienso permitir que a estas horas – consultó su reloj, eran las tres menos veinticinco – vayas sola por ahí.

- Ya soy mayorcita, ¿sabes? – Lucía empezaba a molestarse con toda esta historia.

- Lo sé. Pero yo soy tu colega y no voy a permitirlo. Así que tienes dos opciones –la firmeza de él le hizo pensar que tal vez la noche pudiera acabar de forma diferente –. O te llevo a casa, o te quedas a dormir aquí.

Entonces Lucía lo vio claro. Iban a acabar en la cama, estaba segura de ello.

Ella accedió a quedarse, pensando que la noche iba a ser como había imaginado. Entonces él la guió por el pasillo hacia un dormitorio elegante y bien amueblado. Pero cuando Lucía se dio cuenta de que Marcos seguía comportándose como un caballero y que si decía “te vas a quedar a dormir aquí” quería decir sólo eso y nada más, se sintió nuevamente decepcionada. Sin embargo, sentía un cierto alivio al notar que no iba a cometer una equivocación.

Él dijo que podía dormir en la cama (una cama de matrimonio cubierta por un edredón de colores cálidos) y que si quería ponerse algo para estar más cómoda podía coger alguna camiseta de las que había en un cajón que le señaló.

Entonces él salió de la habitación. Ella se quedó de pie, mirando hacia la puerta que Marcos acababa de cerrar. No entendía nada. Pero la situación tampoco le era del todo desagradable. Se volvió y vio su imagen reflejada en un espejo que estaba en la pared. Se miró. ¿Qué pasaba? ¿Ya no era hermosa? ¿O era cosa de él? ¿Es que nunca había sentido nada por ella? ¿O había madurado? ¿O se había vuelto gay?

Decidió no darle más vueltas a la historia. Abrió el cajón y lo encontró lleno de camisetas negras. Hasta una estrella del Rock necesita cierto fondo de armario. Cogió una al azar y la desdobló. Era una camiseta de Iron Maiden. El zombi que servía de emblema al grupo le parecía enormemente feo, pero decidió no buscar más para no descolocar más el contenido del cajón.

Comenzó a desnudarse, sin prisa, mientras en el cuarto de baño cercano comenzaba a oírse el sonido de la ducha. Marcos había decidido ducharse. Ella se quitó la camiseta. Notó que estaba húmeda de sudor. Tal vez a ella tampoco le vendría mal una ducha. Dobló la camiseta y la dejó con cuidado sobre una cajonera. Se quitó el sujetador y se puso la camiseta de Iron Maiden; se dio cuenta de le quedaba bastante grande, casi como si fuera un vestido. Seguía escuchando la ducha. Por un momento tuvo un malicioso pensamiento, y se imaginó a su amigo masturbándose bajo el chorro de agua para soltar la tensión de la noche o para purgar el error de tener a una mujer casi desnuda en la habitación de al lado sin hacer nada. Incluso durante un fugaz momento se planteó la posibilidad de entrar al baño y meterse con él en la bañera. Pero se dio cuenta de lo absurdo del pensamiento.

Se quitó el pantalón y lo dobló antes de ponerlo sobre la cajonera junto a la camiseta. Se quitó los calcetines y se metió en la cama. Ya no escuchaba la ducha. Brevemente deseó que la puerta se abriera y entrase él dispuesto a olvidar su amistad. Pero sabía que eso no pasaría. Pensó también en masturbarse, pero descartó la idea porque si él entrase en ese momento, ella se moriría de vergüenza.

De este modo, entre dudas y pensamientos que no eran propios de la relación que tenía con su anfitrión, se quedó dormida.

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Capítulo VII: Después del concierto

La gente comenzó a irse, y ella, después de despedirse de la gente que estaba a su alrededor y que parecía tener otros planes para esa noche, decidió entrar en el backstage. Enseñó el pase a uno de los gorilas de la puerta y pasó. La sala era todo lo decadente que ella esperaba. Allí, músicos y equipo técnico se mezclaban con fans que habían entrado nadie sabe cómo, y grupies que se morían por conseguir un autógrafo y algo más de sus ídolos. Un tipo que no le sonaba de nada, con los ojos vidriosos se acercó a ella y, mirándole el escote le preguntó algo así como “¿Quieres pasar un buen rato, guapa?”, a lo que ella contestó que sólo buscaba a Marcos. Con evidentes signos de fastidio, el fulano le indicó la parte más alejada del camerino. Al cruzar la sala se iba fijando en las botellas de diferentes bebidas que estaban por allí, y vio a Chema sentado en un sillón, preparándose una raya de cocaína mientras una chica rubia (Lucía no podría asegurarlo, pero la parecía la misma que había subido a cantar con ellos) se abrazaba a él y le metía una mano dentro del pantalón.

Ella quería salir de allí. No se sentía cómoda en ese lugar. Pero algo guiaba sus pasos hacia la parte más profunda de aquella cueva. Cuando llegó allí, vio a Marcos. Tenía el pelo alborotado y una toalla en torno al cuello. Se había quitado el chaleco y ahora llevaba una sudadera de color verde oscuro. Estaba limpiando una de sus guitarras, parecía concentrado. Levantó la vista y se cruzó con la de ella.

- Hola. Has venido – dijo sonriente.

Se levantó, dejó el instrumento y se acercó a ella. Le dio dos besos. Ella percibió el olor a sudor que desprendía, pero, inexplicablemente, no sintió asco. Incluso sintió una leve excitación.

Ella le felicitó por el concierto, dijo que le había encantado. Él le ofreció algo de beber, pero ella lo rehusó. Estaba cansada, dijo, y quería irse a casa. Evidentemente, ella no quería irse, simplemente estaba incómoda en aquel entorno. Entonces, la estrella sufrió una metamorfosis.

De repente, el músico se convirtió en su viejo amigo, y amablemente dijo:

- Yo me voy a ir dentro de unos minutos, en cuanto termine de recoger mis guitarras. Puedo acercarte en mi coche. Déjame sólo que las meta en sus estuches para que mi asistente las lleve al local de ensayo y nos vamos.

¿Qué pasaba? ¿Realmente Marcos iba a llevarla a casa en vez de continuar la fiesta?

Pues así fue. Él terminó de limpiar sus guitarras y las guardó en sus estuches (“sus camas”, como él decía). Ella observaba cómo limpiaba las cuerdas con un trapo limpio, cómo recogía cuidadosamente los cables, cómo guardaba cada instrumento, cada efecto y cada aparato con infinito cuidado, como si temiera que se rompieran si era demasiado brusco, parando sólo para dar breves tragos de una botella de agua que estaba a su lado. Terminó, fue a hablar con el mismo tipo que había intentado ligar con Lucía (ella se preguntaba si ese tío se estaría enterando de lo que Maracos le decía), se puso una cazadora de cuero, se peinó un poco, cogió la mochila en la que había guardado los efectos y volvió con ella.

- ¿Vamos?

Ella estaba como en una nube. La situación era surrealista, absurda. En medio de un antro de vicio, un músico de éxito se portaba como un caballero y se ofrecía a llevarla a casa. No quiso engañarse a sí misma: fue capaz de reconocer para sí que si él le pidiera algo a cambio de llevarla, esa noche (ésa y no otra) estaría dispuesta a dárselo.

Salieron a la calle, y algunos fans esperaban fuera. Él, increíblemente amable, firmó las entradas y los libretos de los discos, y repartió alguna púa y algunos besos. Ella vivía escenas cada vez más raras, que no alcanzaba a entender del todo. Se subió la cremallera de su cazadora, la noche era muy fría.

Él terminó de atender a sus fans y continuaron caminando. Llegaron al aparcamiento. Él abrió la puerta de un Renault Clío y se subió, no sin antes esperar a que ella lo hiciera. Dejó la mochila en el asiento trasero y arrancó el coche.

Lucía no sabía cómo actuar. No sabía qué debía hacer. Pero debería decidirlo. Tal vez (sólo tal vez) se atreviera a invitarlo a subir a su apartamento cuando la hubiera dejado a la puerta.

- Lamento que hayas visto lo de ahí dentro, normalmente no es así – dijo Marcos –. No suele haber tanto lío, pero es un fin de gira y claro… Hay algo de desmadre.

- ¿Te drogas? – preguntó ella.

- No.

- Lo digo porque vi a Chema preparando unas rayas.

- Por eso hay algunos problemas con él. No me importa que se meta en sus ratos libres. Pero me molesta que llegue tarde a ensayar o a un concierto porque está demasiado colocado como para ponerse de pie. O que desafine, como hizo hace un rato cuando tocamos “Deshonor”.

- Estaba enrollándose con la chica que cantó contigo.

- Lo sé. Y se enrollará con alguna más antes de que acabe la noche.

La conversación no le gustaba. No debería haber preguntado lo de las drogas ni haber comentado lo de la chica. Se sentía incómoda por haberlo hecho. Decidió cambiar de tema.

- ¿Qué llevas en la mochila?

- El chaleco y la camiseta que llevaba en el concierto – hizo una mueca a modo de sonrisa burlona y añadió –. Aunque parezca que no, los músicos de Rock también hacemos la colada. También llevo algunos aparatos, un afinador electrónico, un par de pedales,… cosas así.

- Pensé que esas cosas las llevaríais al local de ensayar.

- Normalmente sí, pero en noches como ésta, con tanta gente en el camerino, es mejor que cada uno se lleve a su casa los suyos. Son aparatos pequeños y pueden “perderse”, ya me entiendes.

- Claro.

- Una guitarra es más difícil de robar, pero un afinador que cabe en cualquier bolsillo es muy fácil. No es una gran pérdida, pero si justo antes de un concierto no podemos afinar, tenemos un problema.

Esto ya le resultaba menos incómodo.

- Por cierto, no me has dicho dónde vives. – dijo él.

- Tranquilo, te iré guiando.

- Algún día deberías venir a mi casa a tomar un café, te enseñaría mis guitarras, hablaríamos con tranquilidad, recordaríamos viejos tiempos,…

Entonces ella tuvo claro lo que tenía que decir. Esta vez no iba a arrepentirse.

- ¿Por qué no esta noche? – preguntó.

Un semáforo se puso en rojo y Marcos paró. Miró hacia Lucía y preguntó:

- ¿Estás segura? – Y ella creyó ver un destello de deseo en sus ojos cansados.

- Sí.

Él no dijo nada. Cuando el semáforo se puso en verde, volvió a arrancar y pasados unos metros rodeó una rotonda para cambiar de sentido y volver hacia el centro de la ciudad.

Ella no sabía qué sentía. ¿Estaba bien lo que iba a hacer? Probablemente no. Sobre todo porque ella misma sabía (y seguro que él también) que esa situación no se habría producido en otras circunstancias. Pero Lucía buscaba algo que la sacara de su tediosa vida y tal vez olvidar por una noche que el hombre que estaba a su lado era su amigo sirviera para aliviarla. Lo veía cambiar las marchas y la palanca de cambios era un símbolo demasiado claro de lo que le apetecía. Pero también sabía que sólo sería esta noche. Y estaba segura de que él también lo sabía.

Continuaron su camino hacia el piso de él hablando como si no se hubieran pronunciado las palabras anteriores. La conversación seguía por los derroteros habituales entre viejos amigos. Por fin, llegaron a la calle de Marcos. Él dirigió su coche hacia el lugar en el que estaba la entrada al garaje. Entraron y el aparcó en su plaza. Ella pensó que besarse en ese lugar para empezar la noche sería tan sórdido como haberlo hecho en el backstage; ya que estaban tan cerca, podrían esperar. Por eso decidió rehusar los labios de él si intentaba besarla. A algunos hombres, eso los excitaba más.

Pero él no lo intentó. Salió del coche, cogió la mochila y, como notó que ella no salía (ni del coche ni de su asombro), le abrió gentilmente la puerta. Ella volvía a no entender nada. Él la guió por el oscuro garaje hacia una puerta. Entraron por ella y se metieron en un ascensor.

- Tenemos que subir hasta el ático – dijo él – Vivo allí, en un dúplex.

- De acuerdo – respondió ella como si todos esos datos fueran nuevos para ella.

Mientras el ascensor subía, Lucía trataba de imaginar cómo sería la casa de él. Seguramente sería algo hortera y recargado, como las casas de todos los nuevos ricos. Incluso puede que hubiera simbologías satánicas, como correspondería a una estrella del Heavy Metal. El ascensor tardaba en llegar arriba. Ella empezó a pensar en lo que iban a hacer. Tal vez el mayor error de sus vidas. Tal vez no sería nada más que sexo. E incluso puede que sólo fuera a ser depravación.

Llegaron arriba y Marcos sujetó la puerta para que ella saliera. Estrella y todo, pero seguía siendo un caballero. Abrió la puerta del piso, encendió la luz del pasillo y Lucía no pudo salir de su asombro.

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Capítulo VI: El concierto (parte II)

Pasaron unos minutos que a Lucía se le hicieron eternos. De pronto, mientras el humo inundaba el escenario, sonaron grabadas diez campanadas (ella miró su reloj y vio que, efectivamente, acababan de dar las diez de la noche), tras lo que sonó una intro de sintetizadores que indicaba que el espectáculo de verdad estaba a punto de empezar. La intro se alargaba, y se veía a dos figuras oscuras, armadas con una guitarra y un bajo aparecer una por cada lado del escenario. Una tercera figura se sentaba tras las cajas. El bajista comenzó a tocar algunas notas sincronizadas con el sintetizador, el batería acariciaba levemente los platillos y, de vez en cuando, un distorsionado rasgueo escapaba de la guitarra.

- ¿Pero dónde está Marcos? – pensaba Lucía.

“Yo” dijo una voz gutural salida de la nada. “Yo” repitió no una, sino varias veces, y la palabra se solapaba a los escasos rasgueos de la guitarra. El sintetizador calló y entonces, la batería redobló como si una ráfaga de ametralladora quisiera acabar con la vida de los allí presentes. Los otros dos instrumentos la acompañaban.

Se encendieron las luces y varias llamaradas de fuego real salieron del borde del escenario, y dos explosiones de fuegos artificiales fueron escupidas desde su parte más alta cuando la figura de Marcos apareció en una barandilla elevada, sin su guitarra, con el micrófono en la mano derecha para cantar aquel verso que el público conocía tan bien:

Yo soy el diablo, y he salido del infierno.

- ¿Para qué? – preguntó. Y orientó su micrófono hacia el público.

- Para enseñarte el camino de la libertad – le respondieron todos los presentes como si cantaran con una sola voz.

Lucía conocía muy bien la canción. Estaba en el primer disco del grupo, la había escrito el propio Marcos. Pero sonaba distinta. En el disco no empezaba con ese redoble de la batería, sino con una melodía escrita en una escala que en la Edad Media había estado prohibida porque era sacrílega. O al menos, eso le había contado Marcos. Precisamente porque conocía la canción, a ella le extrañaba que fuera la primera. Por lo que ella podía recordar, solían tocarla al final de los conciertos, justo antes de los bises. Además, no era habitual que Marcos saliera a cantar sin su guitarra. Pero bien pensado, tampoco era habitual que apareciera tres o cuatro metros por encima del resto del grupo.

- Jodido creído – dijo alguien cerca de ella.

Marcos cantaba con fuerza, alternando los gritos más agudos con graves voces guturales. Sus compañeros tocaban con rabia, pero aún así se notaba que disfrutaban con lo que hacían. Chema, vestido con una hortera chaqueta de cuero y unos pantalones del mismo material, hizo un solo magnífico, más largo de lo habitual. Marcos aprovechó para bajar al mismo nivel que sus compañeros. De repente, otra novedad en el tema: Ray empezó a tocar con el bajo una densa melodía mientras José tocaba su batería como si marcara el paso de un pelotón militar y Chema hacía unos rasgueos largos mientras pisaba el pedal de distorsión.

Marcos se quedó sólo en el centro del escenario mientras ellos hacían todo esto. Lucía se fijó en él. Llevaba unos vaqueros, una camiseta con el emblema de Cuentos Chinos (eso era buen rollo con los teloneros y lo demás, tonterías) y un chaleco vaquero. En su brazo izquierdo llevaba un gran brazalete de cuero con remaches de metal y en la muñeca derecha una pequeña muñequera de los mismos materiales. El cantante puso los brazos en cruz y en ese momento una estructura con forma de cruz comenzó a bajar hasta ponerse por detrás de él. La estructura se iluminó y durante un segundo Marcos sólo fue una sombra a contraluz. Entonces la estructura volvió a subir, se movió hasta darse la vuelta y quedar al revés y los músicos volvieron a la partitura de la canción tal y como Lucía la recordaba. Marcos volvió a cantar el último estribillo y caminó hacia el pie de micro que estaba al borde del escenario. Cuando terminó con el último verso, dejó escapar una sonora y macabra carcajada, que fue seguida de un solo de batería, que él aprovechó para dejar el micro en el pie y salir corriendo hacia la parte de atrás del escenario mientras la cruz satánica volvía a desaparecer en las alturas. Cuando el solo terminaba, él volvió con su Fender Stratocaster roja colgada. Tres golpes a los platillos y el Palacio se vino abajo.

Comenzaron a tocar un riff que hasta a Lucía le sonaba. Se trataba de la canción “Breaking the law”, de Judas Priest, un tema que tocaban en directo desde siempre, pero que, igual que en el caso de la canción anterior, solían tocar al final de los conciertos. De hecho, en sus primeros conciertos solía ser la última canción que tocaban. Ella se empezaba a divertir, esta música le traía recuerdos de cuando los iba a ver a garitos pequeños. Recordaba algunos versos y cantó aquello de “Then I was completely wasting, out of work and down”.

Si al principio parecía que la actitud divertida de su primera etapa se había perdido entre efectos especiales, ahora Lucía estaba segura de que los cuatro que estaban encima del escenario se estaban divirtiendo también. Ray y Chema sonreían mientras tocaban, y Marcos tocaba y cantaba con ganas. Sus figuras eran perfectamente visibles para todos los allí presentes a través de unas enormes pantallas de vídeo. Y a través de ellas, Lucía veía claramente cómo la serpiente tatuada en el brazo derecho de Marcos se movía mientras él tocaba, y parecía que reptaba intentando bajar por él.

Ella fue entonces consciente de lo cerca que estaba del escenario, porque vio una gota de sudor que resbalaba por la cara de Ray, que siempre había sido el que más había sudado en el escenario. También era el que tocaba con más agresividad.

La canción terminó, y entonces, Marcos tiró la púa de su guitarra al público. Sonreía.

- Tiene que decirlo – pensó Lucía – Tiene que decirlo.

Se refería al saludo con el que Marcos siempre se había dirigido al público en los conciertos, y que se había convertido en algo así como la “marca de la casa”. O al menos, en una de ellas.

- ¡¡Buenas noches, peña!! – gritó levantando el puño izquierdo, y Lucía vio que su amigo no la defraudaba – ¿Cómo estáis?

- ¡¡Bien!! – respondió el público.

- Esta noche – prosiguió Marcos – os tenemos preparadas unas cuantas sorpresas. Pero os lo merecéis, porque sois los mejores. Muchas gracias por estar ahí.

El público rugió y los músicos siguieron tocando.

Una a una fueron cayendo muchas canciones que Lucía recordaba y otras, más recientes, que no le sonaban tanto. Himnos para casi todos los que se habían congregado allí para verlos. Títulos como “Maldición”, “Mi mundo”, “Noche de lobos” o “Corazón de fuego”, le hacían recordar los primeros conciertos. Otras como “Guerra y paz”, “Deshonor” o “Beso de Judas” le eran más desconocidas. Cada canción iba seguida de llamaradas y algunas también de fuegos artificiales. La gente saltaba mientras la música sonaba, e incluso Lucía se olvidó en algunos momentos de su habitual seriedad para saltar también, sintiéndose como una adolescente en medio de una vorágine de pasión, fanatismo y locura. Ella observaba a Ray y Chema moverse por el escenario, subiendo por rampas y escaleras hacia plataformas elevadas que los hacían más visibles.

Al terminar algunas canciones, Ray, Chema o Marcos decidían cambiar de instrumento, así que además de la Fender Stratocaster de Marcos y la Gibson Les Paul de Chema, esa noche en el escenario hubo una Fender Telecaster, una Gibson X-Plorer, una Gibson Flying V y una Ibanez Prestige, con la que Marcos tocó solo en el escenario un tema que tal vez hubiera quedado mejor con una guitarra acústica. Ray cambió su bajo en una ocasión por otro que a Lucía le pareció igual que el Fender que había estado usando hasta ese momento.

Otra cosa en la que se fijó Lucía sucedió mientras tocaban “Deshonor”. En esta canción había una parte en la que Marcos y Chema hacían a la vez la misma melodía, pero esta vez a Lucía le pareció que sonaba distinta, incluso mal; parecía que una de las guitarras no sonaba como debería. Entonces, observó que Marcos, que estaba al borde del escenario, había cambiado su gesto por uno algo más serio. Marcos miró hacia Chema y, cuando acabó la canción se acercó a él con cara de pocos amigos para decirle algo al oído. Chema respondió con un comentario muy breve y Marcos volvió al lugar donde estaba su micro para presentar “Beso de Judas”.

Al terminar de tocarla, mientras Ray encendía un cigarrillo que se quedaría colgado de la comisura de sus labios durante la canción siguiente, Marcos dijo:

- Os prometimos que esta noche habría algunas sorpresas. Y aquí está la primera.

Entonces presentó al cantante de un grupo que a Lucía le sonaba vagamente, que salió para cantar con ellos. Se fundió en un abrazo con Marcos y comenzaron a cantar, un verso cada uno, “Días de dolor”. Fue el primero de los cuatro invitados que se subieron para cantar en cuatro de las muchas canciones que aún quedaban por sonar.

Mientras iban sonando las canciones, las primeras filas iban recibiendo una lluvia de púas (a Lucía le pareció de una chulería insoportable que Chema intentara jugar a la rana al lanzar una púa, intentando “encestar” en el escote de una chica de la primera fila que estaba cerca de ella), mientras al escenario iban cayendo prendas de ropa interior femenina. Cuando Ray, en plan de broma, colgó un sujetador de la cabeza de la guitarra de Marcos, éste dijo “Luego me lo probaré, seguro que me sienta de maravilla”. El público se rió estruendosamente.

La última estrella invitada que pasó por el escenario esa noche era una chica muy joven, cantante de un grupo que a Lucía no le sonaba de nada, y que tenía una voz hermosa y muy potente. Cuando terminó de cantar y se fue, no sin que fuera notorio el hecho de que Chema le miraba el culo mientras se iba, Marcos empezó a tocar una melodía que todos conocían.

Se trataba de la melodía de “Exterminio”, un instrumental que habían compuesto para que cada músico hiciera un solo. Primero Marcos tocaba la melodía que funcionaba a modo de “estribillo”, luego uno de sus compañeros hacía o improvisaba un solo, Marcos volvía a la melodía y así hasta que todos habían tocado algo. La improvisación la convertía en un tema de duración muy indefinida.

Cuando acabaron de tocar “Exterminio”, Marcos se despidió y se fueron del escenario. A Lucía ese rollo de los bises siempre le había parecido una tontería, eso de “ahora me voy, ahora vuelvo” no le gustaba nada. Así que disfrutó cuando volvieron a salir los cuatro músicos. Marcos se había puesto unas gafas oscuras.

Para ningún fan de la música de Valkiria hubiera sido difícil saber qué canciones iban a tocar. Estaba claro. Volvieron con “Traidores” y después tocaron “Injusticia”. Entonces, Marcos presentó a la banda.

- Esta noche, como todos sabéis, es muy especial, porque es nuestra despedida. Y para que podáis disfrutarla las veces que queráis, se está grabando para la posteridad. Pero quiero que no sólo recordéis lo bien que los pasasteis esta noche, quiero que también recordéis los nombres de los que estamos aquí arriba. En la batería, como diría un viejo amigo nuestro y vuestro, “haciendo ruido detrás”… ¡José!

El público aplaudió con ganas mientras José tocaba un breve solo para presentarse. Marcos volvió a hablar.

- Siempre a mi izquierda, con el bajo… ¡Ray!

Ray tocaba mientras le aplaudían.

- Sin duda el mejor guitarrista de este jodido país. Vaya, ahí está, a mi derecha… ¡Chema!

El público aplaudió a rabiar y Marcos volvió a decir algo.

- Pero el músico más importante de Valkiria no está aquí arriba. Está delante de nosotros. El quinto músico de Valkiria es nuestro público, sois vosotros. A vosotros os debemos lo que hemos conseguido y si estamos aquí es por vosotros. ¡¡Muchas gracias!! – y se fue a dejar su guitarra en la parte de atrás del escenario.

La gente se volvió loca, aplaudía, gritaba. Mientras, Chema se acercó a Marcos y le dijo algo al oído. Marcos acercó el micrófono a su boca y sonriendo dijo.

- Pero qué maleducado soy. No me presentaba. Yo soy Marcos. Yo soy el Bardo – Lucía recordó que Marcos llevaba años usando ese mote. Se escuchó nítidamente cómo Marcos tomaba aire antes de añadir –. Y me llaman… ¡¡Ángel Negro!!

Ahora sí que el público rugió con más ganas que nunca. “Ángel Negro” era la canción más conocida y más cañera de Valkiria, no podían haber elegido mejor tema para terminar el concierto. Su sacrílega reivindicación del Ángel Caído, en la que lo presentaban como un fiel servidor traicionado por un codicioso amo.

Marcos levantó su puño izquierdo, estirando los dedos índice y meñique al cielo, mientras sus compañeros iniciaban el crescendo con el que empezaba la canción, para luego empezar a cantar, con un público entregado haciendo los coros, esos versos por todos conocidos:

“Una vez, fui expulsado de mi patria

Mi señor no quiso compartir el poder.”

Lucía se la sabía, también estaba en el primer disco. Cantaba, saltaba, gritaba. Estaba fuera de sí, no se reconocía. Entonces se dio cuenta. Todo el concierto estaba estructurado como un círculo. Empezaron y terminaron con dos canciones del primer disco. Principio y fin, alfa y omega. No podía ser casual. Todo estaba medido al milímetro.

Mientras todo el público gritaba por vez primera ese estribillo (“Y me llaman Ángel Negro”), un enorme muñeco hinchable, con la forma de un ángel oscuro con las alas extendidas apareció no sobre el escenario, sino sobre la gente que miraba. El tema se desarrolló con los músicos destilando rabia y carisma. Chema se dispuso a hacer el solo mientras Marcos iba hacia atrás. Entonces, una plataforma hidráulica comenzó a elevar a Chema sobre el resto de los músicos para que se le viera mejor. Terminó el solo y, mientras la plataforma bajaba, Marcos terminaba de cantar la canción. Se acercó al borde del escenario y Lucía le miró a la cara. Vio cómo las gafas oscuras ocultaban sus ojos y se preguntó hacia dónde estaría mirando. Por un momento, deseó que de entre toda la gente del público, él hubiera decidido mirarla a ella.

El tema terminó, con Marcos soltando un estentóreo grito mientras apoyaba el pie izquierdo en el monitor, sus compañeros haciendo sus últimos alardes técnicos (Ray tocaba de rodillas y Chema frotaba las cuerdas para distorsionar el sonido de manera infernal mientras José hacía complejos redobles en las cajas de la batería) y las luces parpadeando de manera deslumbrante. Unas descargas de fuegos artificiales pusieron el broche de oro al concierto.

- Muchas gracias, hasta siempre.

Y desaparecieron del escenario, aunque antes tuvieron tiempo de dejar sus instrumentos atrás y acercarse al borde del escenario para hacer unas reverencias al público. Lucía se fijó en que José, que iba vestido con una camiseta de tirantes azul oscuro y unos vaqueros muy gastados, era mucho más alto que los demás. Además, también parecía mucho más fuerte, y de hecho, antes de irse se acercó a Marcos por detrás y lo levantó en volandas mientras ambos reían.

Lucía no había sentido una sensación así antes. No podía creer que un simple concierto (consultó su reloj: había durado más de dos horas y media), le hiciera sentir lo que sentía. Había sudado, estaba afónica, y a pesar de la hora (casi la una de la mañana), no tenía ganas de irse a casa. Era viernes. La noche acababa de empezar.

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Capítulo VI: El concierto (parte I)

El día siguiente de ver a Marcos, Lucía había ido a trabajar como todos los días. Llevaba las entradas y el pase en su bolso, no se había acordado de sacarlos cuando llegó a casa y seguían allí, de modo que cuando lo abrió para sacar su teléfono móvil y dejarlo sobre su escritorio antes de empezar a cumplir con sus obligaciones, vio las entradas, cinco en total. Levantó la mirada y se dirigió a una de sus compañeras más jóvenes:

- ¿Te gustan Valkiria? – preguntó.

- La verdad es que no me gusta nada esa música de melenudos, ¿por qué?

- Tengo aquí unas cuantas entradas para su concierto de la semana que viene, pero yo sólo necesito una. Las otras cuatro las regalaré, supongo.

- ¿Te tocaron en algún concurso? – preguntó un compañero que estaba al lado y que no había perdido ni una palabra de lo que decían.

- No, es que conozco a uno de los músicos, ayer estuve tomando un café con él y me regaló alguna.

- ¿Tomando un café? ¿Ahora se dice así? – bromeó otra compañera.

Lucía sonrió aunque la broma no le hizo ni la menor gracia y prefirió no contestar.

- ¿Ese amigo tuyo no será este que sale en el periódico, verdad? – preguntó Bermúdez, que llegaba en ese momento leyendo un periódico de tirada local.

Se lo acercó abierto por la página en la que se veía una fotografía de Marcos encima de una entrevista. Llevaba la misma ropa de la tarde anterior. Seguramente llegó a la cafetería desde el lugar donde lo habían entrevistado, lo que explicaría que llegara en moto. Si era verdad que vivía en el centro, podría haber ido andando.

- Sí, es éste –respondió ella – . Estudiamos juntos.

- Un músico de Heavy que ha estudiado – dijo el jefe – . Es lo que me quedaba por ver.

Lucía no dijo nada y se puso a trabajar. El día pasó de manera monótona, y lo único que sucedió que se salió de la rutina fue que un compañero que había oído que tenía entradas para el concierto fue a pedirle una. Ella sabía que si se la pedía era con la esperanza de ir con ella, pero Lucía no sólo no tenía intención de ir con él, sino que incluso llegó a plantearse la posibilidad de cobrarle por el ticket.

Los días que pasaron hasta que llegó el viernes del concierto no fueron más que unas anodinas jornadas en las que Lucía llevó a cabo su trabajo con la profesionalidad habitual, pero cada vez con menos ganas. Siempre era lo mismo. Podía parecer una tontería, pero soñaba con el concierto, aunque sólo fuera por hacer algo diferente.

A lo largo de esos días intentó regalar las entradas que le quedaban, porque, después de todo, ella sólo necesitaba una. Llamó a algunas amigas, pero parecía mentira lo difícil que era quedar con ellas ahora que cada una tenía su trabajo. Además, un concierto de Heavy no es precisamente el mejor plan para unas treintañeras. Incluso pensó en llamar a algún ex novio, pero no quería malentendidos: ella no daba segundas oportunidades, tal vez porque nunca se las habían dado a ella. Tres entradas quedaron, así, aburridas en un cajón.

Por fin llegó el viernes. Cuando salió de trabajar fue a su casa para comer algo y cambiarse de ropa. Se dio una ducha y buscó algo para ponerse, pero no se le ocurría qué. Al final, decidió ponerse unos vaqueros, una camiseta ajustada y con mucho escote y una cazadora de piel. Unas botas negras y una lencería no tan cómoda como habría sido más apropiado redondearían su atuendo.

Metió su entrada en un bolsillo de la cazadora y el pase de backstage en otro. Salió a la calle y se dirigió al Palacio de los Deportes, no muy alejado de su apartamento. Aún faltaba más de una hora y media para el inicio del espectáculo, más de dos para que Valkiria salieran al escenario, pero ella quería ir pronto, para coger sitio, como cuando era una adolescente.

Pero no fue fácil. Cuando llegó, las puertas estaban abarrotadas, la gente se pegaba literalmente por entrar. Se fijó en la gente que allí esperaba. Veía a chicas y chicos jóvenes que le recordaban a ella misma no hacía tanto tiempo, chavales que cantaban canciones del grupo mientras esperaban para entrar.

Esperó cola un rato, y cuando le tocaba entrar, se equivocó de bolsillo y sacó el pase de backstage. Cuando lo vieron, los tipos de la puerta cambiaron su semblante hosco y se deshicieron en atenciones. Uno de ellos la acompañó hasta el lugar desde el que verían el concierto los VIP, muy cerca de los camerinos. Cuando llegó, se encontró con algunos viejos compañeros del instituto, amigos de toda la vida de Marcos a los que éste había invitado también. Besos, saludos, preguntas del tipo “¿qué es de tu vida?” y comentarios de la índole de “a ver cuándo quedamos para tomar un café” sirvieron para que el tiempo pasara más deprisa.

De repente, las luces se apagaron. Lucía miró hacia el enorme escenario (el más grande que recordaba) y vio moverse sobre él a cinco sombras. Eran los músicos de Cuentos Chinos, los teloneros. Una introducción barroca y ampulosa sirvió para recibirlos, y cuando terminó, las luces se encendieron y ellos comenzaron a tocar. Su música era muy dura, y su actitud sobre el escenario chulesca y un tanto arrogante. Casi parecía que ellos eran los músicos del grupo principal. Sólo tocaron cuarenta minutos, pero que a muchas personas se les hicieron eternos.

Cuando terminaron, muy deprisa el escenario fue invadido por un puñado de personas que cambiaron los micrófonos, los pedales y efectos de las guitarras y que sacaron de allí a toda prisa la batería de Cuentos Chinos, montada sobre una plataforma con ruedas, para, acto seguido, destapar la gran batería de Valkiria, con dos bombos en cuyos parches se veía el emblema de la banda: una valkiria entregando una copa a un guerrero vikingo y que hasta entonces había permanecido cubierta por una lona. Las luces volvieron a apagarse.

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