jueves, 3 de julio de 2008

Capítulo VIII: En casa

La imagen que apareció ante los ojos de Lucía no se correspondía en absoluto con la imagen que ella se había creado. No era la casa de Marcos el Bardo, líder de Valkiria y estrella del Heavy. La sobriedad y la elegancia que el recibidor y el pasillo denotaban le demostraban que aquélla era la casa de Marcos, su amigo del instituto. De pronto, sus ganas de diversión desaparecieron. La imagen que se había formado se rompió en mil pedazos ante sus ojos.

Marcos leyó en su mirada algo que había leído más veces. No era la primera vez que una mujer iba a su casa esperando acostarse con una estrella y se había visto decepcionada al ver que ésa era la casa de alguien normal (“Me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”, como cantaban Los Secretos). Suponía que Lucía ya no lo veía como antes, así que decidió ser amable y recordar que antes de estar a punto de meter la pata eran amigos. Aún así quería enseñarle algo.

- ¿Subimos? – preguntó.

Ella no sólo estaba decepcionada. Ahora estaba indignada. ¿Encima todavía quería subir al dormitorio? ¡Qué desfachatez! Pero como él ya había comenzado a subir las escaleras, fue detrás de él. Llegaron y él abrió una puerta. Ella esperaba encontrar un dormitorio corriente, pero nada más lejos de la realidad.

En realidad, habían entrado a la sala en la que él solía ensayar, para que él dejara su mochila. Ella se fijó. Era vulgar hasta eso. Una habitación desnuda, en cuyas paredes había algunos pósters de grupos, con guitarras colgadas de una pared y un par de amplificadores en un rincón. La verdad, como sancta sanctorum era bastante decepcionante.

- No te gusta, ¿verdad?

- No es eso – mintió ella –. Lo que pasa es que estoy cansada, creo que me voy a ir a casa.

- No antes de que te enseñe otra cosa.

Ella volvió a creer que en sus ojos había deseo. Tal vez estaba decidido a tomar la iniciativa. Pero volvió a equivocarse. Cuando entraron en la habitación de al lado, ella quedó deslumbrada.

Estaban en la sala más grande de la casa, una enorme biblioteca en la que tres de sus cuatro paredes estaban forradas de libros. La cuarta pared era un gran ventanal a través del cual se veía la luz de las farolas de la calle.

La sala parecía estar organizada en dos partes, una en torno a un enorme escritorio atestado de papeles, junto al cual, en otra mesa, había un ordenador. La otra parte se organizaba en torno a un sillón y una mesita auxiliar, situados allí para leer cómodamente con algo de bebida al lado. Estaban en el verdadero sancta sanctorum.

Ahora sí que sabía que debía irse. Desde luego, aquél tipo era su amigo, nunca debió dudar. No estaba en la casa de una estrella. Estaba en casa de Marcos. Había hecho mal en confundir las cosas y ahora debía largarse de allí cuanto antes para que su humillación fuera un poco menor.

- Me voy – dijo.

- ¿Por qué? Acabamos de llegar.

- Es tarde, estarás cansado.

- Da igual. Por lo menos deja que te lleve a casa – seguía siendo un caballero.

- No, lo mejor es que me vaya, ya cogeré un taxi.

- Ni de coña, tía. No pienso permitir que a estas horas – consultó su reloj, eran las tres menos veinticinco – vayas sola por ahí.

- Ya soy mayorcita, ¿sabes? – Lucía empezaba a molestarse con toda esta historia.

- Lo sé. Pero yo soy tu colega y no voy a permitirlo. Así que tienes dos opciones –la firmeza de él le hizo pensar que tal vez la noche pudiera acabar de forma diferente –. O te llevo a casa, o te quedas a dormir aquí.

Entonces Lucía lo vio claro. Iban a acabar en la cama, estaba segura de ello.

Ella accedió a quedarse, pensando que la noche iba a ser como había imaginado. Entonces él la guió por el pasillo hacia un dormitorio elegante y bien amueblado. Pero cuando Lucía se dio cuenta de que Marcos seguía comportándose como un caballero y que si decía “te vas a quedar a dormir aquí” quería decir sólo eso y nada más, se sintió nuevamente decepcionada. Sin embargo, sentía un cierto alivio al notar que no iba a cometer una equivocación.

Él dijo que podía dormir en la cama (una cama de matrimonio cubierta por un edredón de colores cálidos) y que si quería ponerse algo para estar más cómoda podía coger alguna camiseta de las que había en un cajón que le señaló.

Entonces él salió de la habitación. Ella se quedó de pie, mirando hacia la puerta que Marcos acababa de cerrar. No entendía nada. Pero la situación tampoco le era del todo desagradable. Se volvió y vio su imagen reflejada en un espejo que estaba en la pared. Se miró. ¿Qué pasaba? ¿Ya no era hermosa? ¿O era cosa de él? ¿Es que nunca había sentido nada por ella? ¿O había madurado? ¿O se había vuelto gay?

Decidió no darle más vueltas a la historia. Abrió el cajón y lo encontró lleno de camisetas negras. Hasta una estrella del Rock necesita cierto fondo de armario. Cogió una al azar y la desdobló. Era una camiseta de Iron Maiden. El zombi que servía de emblema al grupo le parecía enormemente feo, pero decidió no buscar más para no descolocar más el contenido del cajón.

Comenzó a desnudarse, sin prisa, mientras en el cuarto de baño cercano comenzaba a oírse el sonido de la ducha. Marcos había decidido ducharse. Ella se quitó la camiseta. Notó que estaba húmeda de sudor. Tal vez a ella tampoco le vendría mal una ducha. Dobló la camiseta y la dejó con cuidado sobre una cajonera. Se quitó el sujetador y se puso la camiseta de Iron Maiden; se dio cuenta de le quedaba bastante grande, casi como si fuera un vestido. Seguía escuchando la ducha. Por un momento tuvo un malicioso pensamiento, y se imaginó a su amigo masturbándose bajo el chorro de agua para soltar la tensión de la noche o para purgar el error de tener a una mujer casi desnuda en la habitación de al lado sin hacer nada. Incluso durante un fugaz momento se planteó la posibilidad de entrar al baño y meterse con él en la bañera. Pero se dio cuenta de lo absurdo del pensamiento.

Se quitó el pantalón y lo dobló antes de ponerlo sobre la cajonera junto a la camiseta. Se quitó los calcetines y se metió en la cama. Ya no escuchaba la ducha. Brevemente deseó que la puerta se abriera y entrase él dispuesto a olvidar su amistad. Pero sabía que eso no pasaría. Pensó también en masturbarse, pero descartó la idea porque si él entrase en ese momento, ella se moriría de vergüenza.

De este modo, entre dudas y pensamientos que no eran propios de la relación que tenía con su anfitrión, se quedó dormida.

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