jueves, 3 de julio de 2008

Índice

Bueno, amigos. Espero que esta historia os haya gustado. Ahora, para que todos podáis volver a leer los capítulos que más os gustaron, o para que los nuevos lectores puedan leer la historia completa con más facilidad, voy a dejar aquí los enlaces de cada capítulo:
Presentación.
Introducción.
Capítulo I: La llamada.
Capítulo II: Marcos.
Capítulo III: Lucía.
Capítulo IV: Nueva llamada.
Capítulo V: El reencuentro.
Capítulo VI: El concierto
Parte I.
Parte II.
Capítulo VII: Después del concierto.
Capítulo VIII: En casa.
Capítulo IX: La mañana siguiente.
Epílogo.
Un abrazo, y gracias por soportar tanto tiempo esta historia.

Epílogo

Se miraron a los ojos y, en ese instante, se dieron cuenta de que toda la vida habían esperado ese momento. Ella, cubriendo su desnudez sólo con la camiseta que él le había dejado y que le quedaba grande y con un pequeño tanga de color azul, miraba a los ojos cansados del hombre que tenía delante, sabiendo que se conocían no desde el momento, quince años atrás, en que habían empezado una conversación insulsa propia de compañeros de clase, sino desde el mismo momento en que nacieron.

FIN

Capítulo IX: La mañana siguiente

La luz de la mañana la despertó cuando hacía pocos minutos que habían dado las nueve. Se incorporó en la cama con una sensación extraña. Se dio cuenta de que la cama no estaba revuelta, y de que ella todavía llevaba la camiseta y el tanga. Nadie se había metido con ella en la cama mientras dormía ni había intentado hacerle nada. Eso era normal en su amigo, pero no en la mayoría de los hombres; de hecho, precisamente por eso, tampoco debería ser normal en él. A fin de cuentas, Marcos también era un hombre. Sin saber muy bien por qué, se levantó y sin ponerse nada (la calefacción por hilo radiante daba una agradable temperatura a la casa pese al frío del invierno), salió de la habitación.

El pasillo estaba iluminado por la luz que entraba por los amplios ventanales, y ella distinguió sin problemas las puertas del cuarto de baño, la sala donde estaban las guitarras y el despacho, aunque no sabía cuál era la estancia que estaba detrás de cada una. También veía la escalera para bajar al piso inferior.

Abrió la puerta que estaba más cerca de ella. Era la de la sala donde Marcos solía ensayar. Lucía entró. Se fijó en los detalles mejor de lo que lo había hecho unas pocas horas antes. Vio un pequeño escritorio en un rincón, seguramente donde escribía las canciones, varias sillas, un atril, dos o tres amplificadores de tamaños diferentes y, por supuesto, las guitarras. Se acercó a ellas.

En el soporte que las mantenía colgadas a la pared había tres huecos vacíos, y ella supuso que correspondían a las tres guitarras que Marcos había usado la noche anterior durante el concierto. Leyó los nombres que estaban escritos en las cabezas de los instrumentos, nombres resonantes pero que le decían muy poco: Fender, Gibson, Ibanez, Martin, Jackson, Kramer… Algunas tenían formas caprichosas, y Lucía se preguntó qué diferencia habría entre una guitarra con una forma normal y una guitarra de forma diferente.

La Fender que estaba allí, una Stratocaster granate, era, sin duda, la que él había usado en el primer concierto de Valkiria al que ella había asistido. Había un par de guitarras españolas, y en una de ellas, una Azahar modelo 110, Lucía creyó reconocer (no lo creyó, estaba segura de ello) la guitarra que él había utilizado la vez que le había hecho un “concierto privado” para ella.

La descolgó. Acarició con cuidado las cuerdas de nylon e incluso se permitió la libertad de hacer vibrar una de ellas. El sonido fue apenas perceptible. Volvió a dejar la guitarra en su lugar y siguió examinando la sala.

A la luz del día no parecía tan decepcionante como por la noche. En las paredes no sólo había pósters de grupos. También había fotos de Marcos con su grupo o con otros músicos. Fue mirando las fotos. Parecía que se situaban cronológicamente, las más viejas a la izquierda y las más recientes a la derecha. Se reconocía el paso de los años en el rostro de Marcos. Se veía en él una imagen más segura, pero también algo más cínica. Había pasado mucho tiempo para llegar del gesto humilde de los Valkiria de las primeras fotos al gesto seguro de sí mismo y algo arrogante de las más modernas. Sin embargo, en las fotos en las que estaba con otros músicos el rostro de Marcos no era arrogante, sino humilde, como el de un admirador más.

Algo llamó la atención de Lucía. Se trataba de la mochila que Marcos había dejado allí la noche anterior. Estaba en el suelo, junto al escritorio, pero ahora parecía vacía. Ella se acercó con curiosidad y comprobó que, efectivamente, estaba vacía, y se fijó en que, junto al escritorio había varios aparatos (afinadores, pedaleras, pedales,…) que no sabía para qué servían.

Salió de aquella sala y se metió en la de al lado. Era la biblioteca. Una figura dormía sentada en una silla y con la cabeza apoyada en la gran mesa. Marcos se había quedado dormido leyendo. Lucía se acercó sigilosamente a él. Desde luego, la imagen que presentaba no tenía nada que ver con la imagen dura y agresiva que había mostrado durante la actuación. Ahora, en esa posición, vulnerable, volvía a ser su amigo, el compañero de instituto de siempre. Su nuca quedaba al descubierto porque su cabello no la cubría del todo. Lucía sintió la necesidad de besar esa nuca y despertarlo como en un cuento de hadas. Pero se dio cuenta de que la escena no requería eso en realidad. Lo que verdaderamente requeriría si ella todavía estuviera dispuesta a cometer un error enorme era acariciar esos centímetros de piel desnuda para luego hundir sus dedos entre los rizos de su amigo. Pero no estaba dispuesta a equivocarse.

Se asomó un poco para ver lo que él leía cuando se durmió, y vio el título de un artículo sobre poblamiento altomedieval en un lugar del norte de España del que ella no había oído hablar jamás. El título decía que ese lugar estaba en Asturias, pero ella hubiera jurado que los apellidos del autor eran gallegos. Muy aburrido debía de ser cuando se había dormido con sólo empezarlo.

Lucía escuchaba la acompasada respiración de Marcos y decidió dejarlo dormir. Se acercó a una de las estanterías y leyó los títulos de los libros que se agolpaban en los anaqueles, combándolos con su peso. Libros de Arqueología, Historia, Geografía, Antropología, Arte…

Se acercó a otra de las estanterías. Allí estaba la literatura. Novelas, poemarios, obras de teatro... Un título llamó su atención. Era el de un libro que ella le había regalado muchos años atrás. Lo cogió para verlo, pero el libro se deslizó entre sus dedos cayendo al suelo con estrépito.

Ella se dio la vuelta y vio que Marcos se había despertado sobresaltado y la miraba sorprendido mientras se ponía de pie.

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Capítulo VIII: En casa

La imagen que apareció ante los ojos de Lucía no se correspondía en absoluto con la imagen que ella se había creado. No era la casa de Marcos el Bardo, líder de Valkiria y estrella del Heavy. La sobriedad y la elegancia que el recibidor y el pasillo denotaban le demostraban que aquélla era la casa de Marcos, su amigo del instituto. De pronto, sus ganas de diversión desaparecieron. La imagen que se había formado se rompió en mil pedazos ante sus ojos.

Marcos leyó en su mirada algo que había leído más veces. No era la primera vez que una mujer iba a su casa esperando acostarse con una estrella y se había visto decepcionada al ver que ésa era la casa de alguien normal (“Me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario”, como cantaban Los Secretos). Suponía que Lucía ya no lo veía como antes, así que decidió ser amable y recordar que antes de estar a punto de meter la pata eran amigos. Aún así quería enseñarle algo.

- ¿Subimos? – preguntó.

Ella no sólo estaba decepcionada. Ahora estaba indignada. ¿Encima todavía quería subir al dormitorio? ¡Qué desfachatez! Pero como él ya había comenzado a subir las escaleras, fue detrás de él. Llegaron y él abrió una puerta. Ella esperaba encontrar un dormitorio corriente, pero nada más lejos de la realidad.

En realidad, habían entrado a la sala en la que él solía ensayar, para que él dejara su mochila. Ella se fijó. Era vulgar hasta eso. Una habitación desnuda, en cuyas paredes había algunos pósters de grupos, con guitarras colgadas de una pared y un par de amplificadores en un rincón. La verdad, como sancta sanctorum era bastante decepcionante.

- No te gusta, ¿verdad?

- No es eso – mintió ella –. Lo que pasa es que estoy cansada, creo que me voy a ir a casa.

- No antes de que te enseñe otra cosa.

Ella volvió a creer que en sus ojos había deseo. Tal vez estaba decidido a tomar la iniciativa. Pero volvió a equivocarse. Cuando entraron en la habitación de al lado, ella quedó deslumbrada.

Estaban en la sala más grande de la casa, una enorme biblioteca en la que tres de sus cuatro paredes estaban forradas de libros. La cuarta pared era un gran ventanal a través del cual se veía la luz de las farolas de la calle.

La sala parecía estar organizada en dos partes, una en torno a un enorme escritorio atestado de papeles, junto al cual, en otra mesa, había un ordenador. La otra parte se organizaba en torno a un sillón y una mesita auxiliar, situados allí para leer cómodamente con algo de bebida al lado. Estaban en el verdadero sancta sanctorum.

Ahora sí que sabía que debía irse. Desde luego, aquél tipo era su amigo, nunca debió dudar. No estaba en la casa de una estrella. Estaba en casa de Marcos. Había hecho mal en confundir las cosas y ahora debía largarse de allí cuanto antes para que su humillación fuera un poco menor.

- Me voy – dijo.

- ¿Por qué? Acabamos de llegar.

- Es tarde, estarás cansado.

- Da igual. Por lo menos deja que te lleve a casa – seguía siendo un caballero.

- No, lo mejor es que me vaya, ya cogeré un taxi.

- Ni de coña, tía. No pienso permitir que a estas horas – consultó su reloj, eran las tres menos veinticinco – vayas sola por ahí.

- Ya soy mayorcita, ¿sabes? – Lucía empezaba a molestarse con toda esta historia.

- Lo sé. Pero yo soy tu colega y no voy a permitirlo. Así que tienes dos opciones –la firmeza de él le hizo pensar que tal vez la noche pudiera acabar de forma diferente –. O te llevo a casa, o te quedas a dormir aquí.

Entonces Lucía lo vio claro. Iban a acabar en la cama, estaba segura de ello.

Ella accedió a quedarse, pensando que la noche iba a ser como había imaginado. Entonces él la guió por el pasillo hacia un dormitorio elegante y bien amueblado. Pero cuando Lucía se dio cuenta de que Marcos seguía comportándose como un caballero y que si decía “te vas a quedar a dormir aquí” quería decir sólo eso y nada más, se sintió nuevamente decepcionada. Sin embargo, sentía un cierto alivio al notar que no iba a cometer una equivocación.

Él dijo que podía dormir en la cama (una cama de matrimonio cubierta por un edredón de colores cálidos) y que si quería ponerse algo para estar más cómoda podía coger alguna camiseta de las que había en un cajón que le señaló.

Entonces él salió de la habitación. Ella se quedó de pie, mirando hacia la puerta que Marcos acababa de cerrar. No entendía nada. Pero la situación tampoco le era del todo desagradable. Se volvió y vio su imagen reflejada en un espejo que estaba en la pared. Se miró. ¿Qué pasaba? ¿Ya no era hermosa? ¿O era cosa de él? ¿Es que nunca había sentido nada por ella? ¿O había madurado? ¿O se había vuelto gay?

Decidió no darle más vueltas a la historia. Abrió el cajón y lo encontró lleno de camisetas negras. Hasta una estrella del Rock necesita cierto fondo de armario. Cogió una al azar y la desdobló. Era una camiseta de Iron Maiden. El zombi que servía de emblema al grupo le parecía enormemente feo, pero decidió no buscar más para no descolocar más el contenido del cajón.

Comenzó a desnudarse, sin prisa, mientras en el cuarto de baño cercano comenzaba a oírse el sonido de la ducha. Marcos había decidido ducharse. Ella se quitó la camiseta. Notó que estaba húmeda de sudor. Tal vez a ella tampoco le vendría mal una ducha. Dobló la camiseta y la dejó con cuidado sobre una cajonera. Se quitó el sujetador y se puso la camiseta de Iron Maiden; se dio cuenta de le quedaba bastante grande, casi como si fuera un vestido. Seguía escuchando la ducha. Por un momento tuvo un malicioso pensamiento, y se imaginó a su amigo masturbándose bajo el chorro de agua para soltar la tensión de la noche o para purgar el error de tener a una mujer casi desnuda en la habitación de al lado sin hacer nada. Incluso durante un fugaz momento se planteó la posibilidad de entrar al baño y meterse con él en la bañera. Pero se dio cuenta de lo absurdo del pensamiento.

Se quitó el pantalón y lo dobló antes de ponerlo sobre la cajonera junto a la camiseta. Se quitó los calcetines y se metió en la cama. Ya no escuchaba la ducha. Brevemente deseó que la puerta se abriera y entrase él dispuesto a olvidar su amistad. Pero sabía que eso no pasaría. Pensó también en masturbarse, pero descartó la idea porque si él entrase en ese momento, ella se moriría de vergüenza.

De este modo, entre dudas y pensamientos que no eran propios de la relación que tenía con su anfitrión, se quedó dormida.

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Capítulo VII: Después del concierto

La gente comenzó a irse, y ella, después de despedirse de la gente que estaba a su alrededor y que parecía tener otros planes para esa noche, decidió entrar en el backstage. Enseñó el pase a uno de los gorilas de la puerta y pasó. La sala era todo lo decadente que ella esperaba. Allí, músicos y equipo técnico se mezclaban con fans que habían entrado nadie sabe cómo, y grupies que se morían por conseguir un autógrafo y algo más de sus ídolos. Un tipo que no le sonaba de nada, con los ojos vidriosos se acercó a ella y, mirándole el escote le preguntó algo así como “¿Quieres pasar un buen rato, guapa?”, a lo que ella contestó que sólo buscaba a Marcos. Con evidentes signos de fastidio, el fulano le indicó la parte más alejada del camerino. Al cruzar la sala se iba fijando en las botellas de diferentes bebidas que estaban por allí, y vio a Chema sentado en un sillón, preparándose una raya de cocaína mientras una chica rubia (Lucía no podría asegurarlo, pero la parecía la misma que había subido a cantar con ellos) se abrazaba a él y le metía una mano dentro del pantalón.

Ella quería salir de allí. No se sentía cómoda en ese lugar. Pero algo guiaba sus pasos hacia la parte más profunda de aquella cueva. Cuando llegó allí, vio a Marcos. Tenía el pelo alborotado y una toalla en torno al cuello. Se había quitado el chaleco y ahora llevaba una sudadera de color verde oscuro. Estaba limpiando una de sus guitarras, parecía concentrado. Levantó la vista y se cruzó con la de ella.

- Hola. Has venido – dijo sonriente.

Se levantó, dejó el instrumento y se acercó a ella. Le dio dos besos. Ella percibió el olor a sudor que desprendía, pero, inexplicablemente, no sintió asco. Incluso sintió una leve excitación.

Ella le felicitó por el concierto, dijo que le había encantado. Él le ofreció algo de beber, pero ella lo rehusó. Estaba cansada, dijo, y quería irse a casa. Evidentemente, ella no quería irse, simplemente estaba incómoda en aquel entorno. Entonces, la estrella sufrió una metamorfosis.

De repente, el músico se convirtió en su viejo amigo, y amablemente dijo:

- Yo me voy a ir dentro de unos minutos, en cuanto termine de recoger mis guitarras. Puedo acercarte en mi coche. Déjame sólo que las meta en sus estuches para que mi asistente las lleve al local de ensayo y nos vamos.

¿Qué pasaba? ¿Realmente Marcos iba a llevarla a casa en vez de continuar la fiesta?

Pues así fue. Él terminó de limpiar sus guitarras y las guardó en sus estuches (“sus camas”, como él decía). Ella observaba cómo limpiaba las cuerdas con un trapo limpio, cómo recogía cuidadosamente los cables, cómo guardaba cada instrumento, cada efecto y cada aparato con infinito cuidado, como si temiera que se rompieran si era demasiado brusco, parando sólo para dar breves tragos de una botella de agua que estaba a su lado. Terminó, fue a hablar con el mismo tipo que había intentado ligar con Lucía (ella se preguntaba si ese tío se estaría enterando de lo que Maracos le decía), se puso una cazadora de cuero, se peinó un poco, cogió la mochila en la que había guardado los efectos y volvió con ella.

- ¿Vamos?

Ella estaba como en una nube. La situación era surrealista, absurda. En medio de un antro de vicio, un músico de éxito se portaba como un caballero y se ofrecía a llevarla a casa. No quiso engañarse a sí misma: fue capaz de reconocer para sí que si él le pidiera algo a cambio de llevarla, esa noche (ésa y no otra) estaría dispuesta a dárselo.

Salieron a la calle, y algunos fans esperaban fuera. Él, increíblemente amable, firmó las entradas y los libretos de los discos, y repartió alguna púa y algunos besos. Ella vivía escenas cada vez más raras, que no alcanzaba a entender del todo. Se subió la cremallera de su cazadora, la noche era muy fría.

Él terminó de atender a sus fans y continuaron caminando. Llegaron al aparcamiento. Él abrió la puerta de un Renault Clío y se subió, no sin antes esperar a que ella lo hiciera. Dejó la mochila en el asiento trasero y arrancó el coche.

Lucía no sabía cómo actuar. No sabía qué debía hacer. Pero debería decidirlo. Tal vez (sólo tal vez) se atreviera a invitarlo a subir a su apartamento cuando la hubiera dejado a la puerta.

- Lamento que hayas visto lo de ahí dentro, normalmente no es así – dijo Marcos –. No suele haber tanto lío, pero es un fin de gira y claro… Hay algo de desmadre.

- ¿Te drogas? – preguntó ella.

- No.

- Lo digo porque vi a Chema preparando unas rayas.

- Por eso hay algunos problemas con él. No me importa que se meta en sus ratos libres. Pero me molesta que llegue tarde a ensayar o a un concierto porque está demasiado colocado como para ponerse de pie. O que desafine, como hizo hace un rato cuando tocamos “Deshonor”.

- Estaba enrollándose con la chica que cantó contigo.

- Lo sé. Y se enrollará con alguna más antes de que acabe la noche.

La conversación no le gustaba. No debería haber preguntado lo de las drogas ni haber comentado lo de la chica. Se sentía incómoda por haberlo hecho. Decidió cambiar de tema.

- ¿Qué llevas en la mochila?

- El chaleco y la camiseta que llevaba en el concierto – hizo una mueca a modo de sonrisa burlona y añadió –. Aunque parezca que no, los músicos de Rock también hacemos la colada. También llevo algunos aparatos, un afinador electrónico, un par de pedales,… cosas así.

- Pensé que esas cosas las llevaríais al local de ensayar.

- Normalmente sí, pero en noches como ésta, con tanta gente en el camerino, es mejor que cada uno se lleve a su casa los suyos. Son aparatos pequeños y pueden “perderse”, ya me entiendes.

- Claro.

- Una guitarra es más difícil de robar, pero un afinador que cabe en cualquier bolsillo es muy fácil. No es una gran pérdida, pero si justo antes de un concierto no podemos afinar, tenemos un problema.

Esto ya le resultaba menos incómodo.

- Por cierto, no me has dicho dónde vives. – dijo él.

- Tranquilo, te iré guiando.

- Algún día deberías venir a mi casa a tomar un café, te enseñaría mis guitarras, hablaríamos con tranquilidad, recordaríamos viejos tiempos,…

Entonces ella tuvo claro lo que tenía que decir. Esta vez no iba a arrepentirse.

- ¿Por qué no esta noche? – preguntó.

Un semáforo se puso en rojo y Marcos paró. Miró hacia Lucía y preguntó:

- ¿Estás segura? – Y ella creyó ver un destello de deseo en sus ojos cansados.

- Sí.

Él no dijo nada. Cuando el semáforo se puso en verde, volvió a arrancar y pasados unos metros rodeó una rotonda para cambiar de sentido y volver hacia el centro de la ciudad.

Ella no sabía qué sentía. ¿Estaba bien lo que iba a hacer? Probablemente no. Sobre todo porque ella misma sabía (y seguro que él también) que esa situación no se habría producido en otras circunstancias. Pero Lucía buscaba algo que la sacara de su tediosa vida y tal vez olvidar por una noche que el hombre que estaba a su lado era su amigo sirviera para aliviarla. Lo veía cambiar las marchas y la palanca de cambios era un símbolo demasiado claro de lo que le apetecía. Pero también sabía que sólo sería esta noche. Y estaba segura de que él también lo sabía.

Continuaron su camino hacia el piso de él hablando como si no se hubieran pronunciado las palabras anteriores. La conversación seguía por los derroteros habituales entre viejos amigos. Por fin, llegaron a la calle de Marcos. Él dirigió su coche hacia el lugar en el que estaba la entrada al garaje. Entraron y el aparcó en su plaza. Ella pensó que besarse en ese lugar para empezar la noche sería tan sórdido como haberlo hecho en el backstage; ya que estaban tan cerca, podrían esperar. Por eso decidió rehusar los labios de él si intentaba besarla. A algunos hombres, eso los excitaba más.

Pero él no lo intentó. Salió del coche, cogió la mochila y, como notó que ella no salía (ni del coche ni de su asombro), le abrió gentilmente la puerta. Ella volvía a no entender nada. Él la guió por el oscuro garaje hacia una puerta. Entraron por ella y se metieron en un ascensor.

- Tenemos que subir hasta el ático – dijo él – Vivo allí, en un dúplex.

- De acuerdo – respondió ella como si todos esos datos fueran nuevos para ella.

Mientras el ascensor subía, Lucía trataba de imaginar cómo sería la casa de él. Seguramente sería algo hortera y recargado, como las casas de todos los nuevos ricos. Incluso puede que hubiera simbologías satánicas, como correspondería a una estrella del Heavy Metal. El ascensor tardaba en llegar arriba. Ella empezó a pensar en lo que iban a hacer. Tal vez el mayor error de sus vidas. Tal vez no sería nada más que sexo. E incluso puede que sólo fuera a ser depravación.

Llegaron arriba y Marcos sujetó la puerta para que ella saliera. Estrella y todo, pero seguía siendo un caballero. Abrió la puerta del piso, encendió la luz del pasillo y Lucía no pudo salir de su asombro.

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Capítulo VI: El concierto (parte II)

Pasaron unos minutos que a Lucía se le hicieron eternos. De pronto, mientras el humo inundaba el escenario, sonaron grabadas diez campanadas (ella miró su reloj y vio que, efectivamente, acababan de dar las diez de la noche), tras lo que sonó una intro de sintetizadores que indicaba que el espectáculo de verdad estaba a punto de empezar. La intro se alargaba, y se veía a dos figuras oscuras, armadas con una guitarra y un bajo aparecer una por cada lado del escenario. Una tercera figura se sentaba tras las cajas. El bajista comenzó a tocar algunas notas sincronizadas con el sintetizador, el batería acariciaba levemente los platillos y, de vez en cuando, un distorsionado rasgueo escapaba de la guitarra.

- ¿Pero dónde está Marcos? – pensaba Lucía.

“Yo” dijo una voz gutural salida de la nada. “Yo” repitió no una, sino varias veces, y la palabra se solapaba a los escasos rasgueos de la guitarra. El sintetizador calló y entonces, la batería redobló como si una ráfaga de ametralladora quisiera acabar con la vida de los allí presentes. Los otros dos instrumentos la acompañaban.

Se encendieron las luces y varias llamaradas de fuego real salieron del borde del escenario, y dos explosiones de fuegos artificiales fueron escupidas desde su parte más alta cuando la figura de Marcos apareció en una barandilla elevada, sin su guitarra, con el micrófono en la mano derecha para cantar aquel verso que el público conocía tan bien:

Yo soy el diablo, y he salido del infierno.

- ¿Para qué? – preguntó. Y orientó su micrófono hacia el público.

- Para enseñarte el camino de la libertad – le respondieron todos los presentes como si cantaran con una sola voz.

Lucía conocía muy bien la canción. Estaba en el primer disco del grupo, la había escrito el propio Marcos. Pero sonaba distinta. En el disco no empezaba con ese redoble de la batería, sino con una melodía escrita en una escala que en la Edad Media había estado prohibida porque era sacrílega. O al menos, eso le había contado Marcos. Precisamente porque conocía la canción, a ella le extrañaba que fuera la primera. Por lo que ella podía recordar, solían tocarla al final de los conciertos, justo antes de los bises. Además, no era habitual que Marcos saliera a cantar sin su guitarra. Pero bien pensado, tampoco era habitual que apareciera tres o cuatro metros por encima del resto del grupo.

- Jodido creído – dijo alguien cerca de ella.

Marcos cantaba con fuerza, alternando los gritos más agudos con graves voces guturales. Sus compañeros tocaban con rabia, pero aún así se notaba que disfrutaban con lo que hacían. Chema, vestido con una hortera chaqueta de cuero y unos pantalones del mismo material, hizo un solo magnífico, más largo de lo habitual. Marcos aprovechó para bajar al mismo nivel que sus compañeros. De repente, otra novedad en el tema: Ray empezó a tocar con el bajo una densa melodía mientras José tocaba su batería como si marcara el paso de un pelotón militar y Chema hacía unos rasgueos largos mientras pisaba el pedal de distorsión.

Marcos se quedó sólo en el centro del escenario mientras ellos hacían todo esto. Lucía se fijó en él. Llevaba unos vaqueros, una camiseta con el emblema de Cuentos Chinos (eso era buen rollo con los teloneros y lo demás, tonterías) y un chaleco vaquero. En su brazo izquierdo llevaba un gran brazalete de cuero con remaches de metal y en la muñeca derecha una pequeña muñequera de los mismos materiales. El cantante puso los brazos en cruz y en ese momento una estructura con forma de cruz comenzó a bajar hasta ponerse por detrás de él. La estructura se iluminó y durante un segundo Marcos sólo fue una sombra a contraluz. Entonces la estructura volvió a subir, se movió hasta darse la vuelta y quedar al revés y los músicos volvieron a la partitura de la canción tal y como Lucía la recordaba. Marcos volvió a cantar el último estribillo y caminó hacia el pie de micro que estaba al borde del escenario. Cuando terminó con el último verso, dejó escapar una sonora y macabra carcajada, que fue seguida de un solo de batería, que él aprovechó para dejar el micro en el pie y salir corriendo hacia la parte de atrás del escenario mientras la cruz satánica volvía a desaparecer en las alturas. Cuando el solo terminaba, él volvió con su Fender Stratocaster roja colgada. Tres golpes a los platillos y el Palacio se vino abajo.

Comenzaron a tocar un riff que hasta a Lucía le sonaba. Se trataba de la canción “Breaking the law”, de Judas Priest, un tema que tocaban en directo desde siempre, pero que, igual que en el caso de la canción anterior, solían tocar al final de los conciertos. De hecho, en sus primeros conciertos solía ser la última canción que tocaban. Ella se empezaba a divertir, esta música le traía recuerdos de cuando los iba a ver a garitos pequeños. Recordaba algunos versos y cantó aquello de “Then I was completely wasting, out of work and down”.

Si al principio parecía que la actitud divertida de su primera etapa se había perdido entre efectos especiales, ahora Lucía estaba segura de que los cuatro que estaban encima del escenario se estaban divirtiendo también. Ray y Chema sonreían mientras tocaban, y Marcos tocaba y cantaba con ganas. Sus figuras eran perfectamente visibles para todos los allí presentes a través de unas enormes pantallas de vídeo. Y a través de ellas, Lucía veía claramente cómo la serpiente tatuada en el brazo derecho de Marcos se movía mientras él tocaba, y parecía que reptaba intentando bajar por él.

Ella fue entonces consciente de lo cerca que estaba del escenario, porque vio una gota de sudor que resbalaba por la cara de Ray, que siempre había sido el que más había sudado en el escenario. También era el que tocaba con más agresividad.

La canción terminó, y entonces, Marcos tiró la púa de su guitarra al público. Sonreía.

- Tiene que decirlo – pensó Lucía – Tiene que decirlo.

Se refería al saludo con el que Marcos siempre se había dirigido al público en los conciertos, y que se había convertido en algo así como la “marca de la casa”. O al menos, en una de ellas.

- ¡¡Buenas noches, peña!! – gritó levantando el puño izquierdo, y Lucía vio que su amigo no la defraudaba – ¿Cómo estáis?

- ¡¡Bien!! – respondió el público.

- Esta noche – prosiguió Marcos – os tenemos preparadas unas cuantas sorpresas. Pero os lo merecéis, porque sois los mejores. Muchas gracias por estar ahí.

El público rugió y los músicos siguieron tocando.

Una a una fueron cayendo muchas canciones que Lucía recordaba y otras, más recientes, que no le sonaban tanto. Himnos para casi todos los que se habían congregado allí para verlos. Títulos como “Maldición”, “Mi mundo”, “Noche de lobos” o “Corazón de fuego”, le hacían recordar los primeros conciertos. Otras como “Guerra y paz”, “Deshonor” o “Beso de Judas” le eran más desconocidas. Cada canción iba seguida de llamaradas y algunas también de fuegos artificiales. La gente saltaba mientras la música sonaba, e incluso Lucía se olvidó en algunos momentos de su habitual seriedad para saltar también, sintiéndose como una adolescente en medio de una vorágine de pasión, fanatismo y locura. Ella observaba a Ray y Chema moverse por el escenario, subiendo por rampas y escaleras hacia plataformas elevadas que los hacían más visibles.

Al terminar algunas canciones, Ray, Chema o Marcos decidían cambiar de instrumento, así que además de la Fender Stratocaster de Marcos y la Gibson Les Paul de Chema, esa noche en el escenario hubo una Fender Telecaster, una Gibson X-Plorer, una Gibson Flying V y una Ibanez Prestige, con la que Marcos tocó solo en el escenario un tema que tal vez hubiera quedado mejor con una guitarra acústica. Ray cambió su bajo en una ocasión por otro que a Lucía le pareció igual que el Fender que había estado usando hasta ese momento.

Otra cosa en la que se fijó Lucía sucedió mientras tocaban “Deshonor”. En esta canción había una parte en la que Marcos y Chema hacían a la vez la misma melodía, pero esta vez a Lucía le pareció que sonaba distinta, incluso mal; parecía que una de las guitarras no sonaba como debería. Entonces, observó que Marcos, que estaba al borde del escenario, había cambiado su gesto por uno algo más serio. Marcos miró hacia Chema y, cuando acabó la canción se acercó a él con cara de pocos amigos para decirle algo al oído. Chema respondió con un comentario muy breve y Marcos volvió al lugar donde estaba su micro para presentar “Beso de Judas”.

Al terminar de tocarla, mientras Ray encendía un cigarrillo que se quedaría colgado de la comisura de sus labios durante la canción siguiente, Marcos dijo:

- Os prometimos que esta noche habría algunas sorpresas. Y aquí está la primera.

Entonces presentó al cantante de un grupo que a Lucía le sonaba vagamente, que salió para cantar con ellos. Se fundió en un abrazo con Marcos y comenzaron a cantar, un verso cada uno, “Días de dolor”. Fue el primero de los cuatro invitados que se subieron para cantar en cuatro de las muchas canciones que aún quedaban por sonar.

Mientras iban sonando las canciones, las primeras filas iban recibiendo una lluvia de púas (a Lucía le pareció de una chulería insoportable que Chema intentara jugar a la rana al lanzar una púa, intentando “encestar” en el escote de una chica de la primera fila que estaba cerca de ella), mientras al escenario iban cayendo prendas de ropa interior femenina. Cuando Ray, en plan de broma, colgó un sujetador de la cabeza de la guitarra de Marcos, éste dijo “Luego me lo probaré, seguro que me sienta de maravilla”. El público se rió estruendosamente.

La última estrella invitada que pasó por el escenario esa noche era una chica muy joven, cantante de un grupo que a Lucía no le sonaba de nada, y que tenía una voz hermosa y muy potente. Cuando terminó de cantar y se fue, no sin que fuera notorio el hecho de que Chema le miraba el culo mientras se iba, Marcos empezó a tocar una melodía que todos conocían.

Se trataba de la melodía de “Exterminio”, un instrumental que habían compuesto para que cada músico hiciera un solo. Primero Marcos tocaba la melodía que funcionaba a modo de “estribillo”, luego uno de sus compañeros hacía o improvisaba un solo, Marcos volvía a la melodía y así hasta que todos habían tocado algo. La improvisación la convertía en un tema de duración muy indefinida.

Cuando acabaron de tocar “Exterminio”, Marcos se despidió y se fueron del escenario. A Lucía ese rollo de los bises siempre le había parecido una tontería, eso de “ahora me voy, ahora vuelvo” no le gustaba nada. Así que disfrutó cuando volvieron a salir los cuatro músicos. Marcos se había puesto unas gafas oscuras.

Para ningún fan de la música de Valkiria hubiera sido difícil saber qué canciones iban a tocar. Estaba claro. Volvieron con “Traidores” y después tocaron “Injusticia”. Entonces, Marcos presentó a la banda.

- Esta noche, como todos sabéis, es muy especial, porque es nuestra despedida. Y para que podáis disfrutarla las veces que queráis, se está grabando para la posteridad. Pero quiero que no sólo recordéis lo bien que los pasasteis esta noche, quiero que también recordéis los nombres de los que estamos aquí arriba. En la batería, como diría un viejo amigo nuestro y vuestro, “haciendo ruido detrás”… ¡José!

El público aplaudió con ganas mientras José tocaba un breve solo para presentarse. Marcos volvió a hablar.

- Siempre a mi izquierda, con el bajo… ¡Ray!

Ray tocaba mientras le aplaudían.

- Sin duda el mejor guitarrista de este jodido país. Vaya, ahí está, a mi derecha… ¡Chema!

El público aplaudió a rabiar y Marcos volvió a decir algo.

- Pero el músico más importante de Valkiria no está aquí arriba. Está delante de nosotros. El quinto músico de Valkiria es nuestro público, sois vosotros. A vosotros os debemos lo que hemos conseguido y si estamos aquí es por vosotros. ¡¡Muchas gracias!! – y se fue a dejar su guitarra en la parte de atrás del escenario.

La gente se volvió loca, aplaudía, gritaba. Mientras, Chema se acercó a Marcos y le dijo algo al oído. Marcos acercó el micrófono a su boca y sonriendo dijo.

- Pero qué maleducado soy. No me presentaba. Yo soy Marcos. Yo soy el Bardo – Lucía recordó que Marcos llevaba años usando ese mote. Se escuchó nítidamente cómo Marcos tomaba aire antes de añadir –. Y me llaman… ¡¡Ángel Negro!!

Ahora sí que el público rugió con más ganas que nunca. “Ángel Negro” era la canción más conocida y más cañera de Valkiria, no podían haber elegido mejor tema para terminar el concierto. Su sacrílega reivindicación del Ángel Caído, en la que lo presentaban como un fiel servidor traicionado por un codicioso amo.

Marcos levantó su puño izquierdo, estirando los dedos índice y meñique al cielo, mientras sus compañeros iniciaban el crescendo con el que empezaba la canción, para luego empezar a cantar, con un público entregado haciendo los coros, esos versos por todos conocidos:

“Una vez, fui expulsado de mi patria

Mi señor no quiso compartir el poder.”

Lucía se la sabía, también estaba en el primer disco. Cantaba, saltaba, gritaba. Estaba fuera de sí, no se reconocía. Entonces se dio cuenta. Todo el concierto estaba estructurado como un círculo. Empezaron y terminaron con dos canciones del primer disco. Principio y fin, alfa y omega. No podía ser casual. Todo estaba medido al milímetro.

Mientras todo el público gritaba por vez primera ese estribillo (“Y me llaman Ángel Negro”), un enorme muñeco hinchable, con la forma de un ángel oscuro con las alas extendidas apareció no sobre el escenario, sino sobre la gente que miraba. El tema se desarrolló con los músicos destilando rabia y carisma. Chema se dispuso a hacer el solo mientras Marcos iba hacia atrás. Entonces, una plataforma hidráulica comenzó a elevar a Chema sobre el resto de los músicos para que se le viera mejor. Terminó el solo y, mientras la plataforma bajaba, Marcos terminaba de cantar la canción. Se acercó al borde del escenario y Lucía le miró a la cara. Vio cómo las gafas oscuras ocultaban sus ojos y se preguntó hacia dónde estaría mirando. Por un momento, deseó que de entre toda la gente del público, él hubiera decidido mirarla a ella.

El tema terminó, con Marcos soltando un estentóreo grito mientras apoyaba el pie izquierdo en el monitor, sus compañeros haciendo sus últimos alardes técnicos (Ray tocaba de rodillas y Chema frotaba las cuerdas para distorsionar el sonido de manera infernal mientras José hacía complejos redobles en las cajas de la batería) y las luces parpadeando de manera deslumbrante. Unas descargas de fuegos artificiales pusieron el broche de oro al concierto.

- Muchas gracias, hasta siempre.

Y desaparecieron del escenario, aunque antes tuvieron tiempo de dejar sus instrumentos atrás y acercarse al borde del escenario para hacer unas reverencias al público. Lucía se fijó en que José, que iba vestido con una camiseta de tirantes azul oscuro y unos vaqueros muy gastados, era mucho más alto que los demás. Además, también parecía mucho más fuerte, y de hecho, antes de irse se acercó a Marcos por detrás y lo levantó en volandas mientras ambos reían.

Lucía no había sentido una sensación así antes. No podía creer que un simple concierto (consultó su reloj: había durado más de dos horas y media), le hiciera sentir lo que sentía. Había sudado, estaba afónica, y a pesar de la hora (casi la una de la mañana), no tenía ganas de irse a casa. Era viernes. La noche acababa de empezar.

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Capítulo VI: El concierto (parte I)

El día siguiente de ver a Marcos, Lucía había ido a trabajar como todos los días. Llevaba las entradas y el pase en su bolso, no se había acordado de sacarlos cuando llegó a casa y seguían allí, de modo que cuando lo abrió para sacar su teléfono móvil y dejarlo sobre su escritorio antes de empezar a cumplir con sus obligaciones, vio las entradas, cinco en total. Levantó la mirada y se dirigió a una de sus compañeras más jóvenes:

- ¿Te gustan Valkiria? – preguntó.

- La verdad es que no me gusta nada esa música de melenudos, ¿por qué?

- Tengo aquí unas cuantas entradas para su concierto de la semana que viene, pero yo sólo necesito una. Las otras cuatro las regalaré, supongo.

- ¿Te tocaron en algún concurso? – preguntó un compañero que estaba al lado y que no había perdido ni una palabra de lo que decían.

- No, es que conozco a uno de los músicos, ayer estuve tomando un café con él y me regaló alguna.

- ¿Tomando un café? ¿Ahora se dice así? – bromeó otra compañera.

Lucía sonrió aunque la broma no le hizo ni la menor gracia y prefirió no contestar.

- ¿Ese amigo tuyo no será este que sale en el periódico, verdad? – preguntó Bermúdez, que llegaba en ese momento leyendo un periódico de tirada local.

Se lo acercó abierto por la página en la que se veía una fotografía de Marcos encima de una entrevista. Llevaba la misma ropa de la tarde anterior. Seguramente llegó a la cafetería desde el lugar donde lo habían entrevistado, lo que explicaría que llegara en moto. Si era verdad que vivía en el centro, podría haber ido andando.

- Sí, es éste –respondió ella – . Estudiamos juntos.

- Un músico de Heavy que ha estudiado – dijo el jefe – . Es lo que me quedaba por ver.

Lucía no dijo nada y se puso a trabajar. El día pasó de manera monótona, y lo único que sucedió que se salió de la rutina fue que un compañero que había oído que tenía entradas para el concierto fue a pedirle una. Ella sabía que si se la pedía era con la esperanza de ir con ella, pero Lucía no sólo no tenía intención de ir con él, sino que incluso llegó a plantearse la posibilidad de cobrarle por el ticket.

Los días que pasaron hasta que llegó el viernes del concierto no fueron más que unas anodinas jornadas en las que Lucía llevó a cabo su trabajo con la profesionalidad habitual, pero cada vez con menos ganas. Siempre era lo mismo. Podía parecer una tontería, pero soñaba con el concierto, aunque sólo fuera por hacer algo diferente.

A lo largo de esos días intentó regalar las entradas que le quedaban, porque, después de todo, ella sólo necesitaba una. Llamó a algunas amigas, pero parecía mentira lo difícil que era quedar con ellas ahora que cada una tenía su trabajo. Además, un concierto de Heavy no es precisamente el mejor plan para unas treintañeras. Incluso pensó en llamar a algún ex novio, pero no quería malentendidos: ella no daba segundas oportunidades, tal vez porque nunca se las habían dado a ella. Tres entradas quedaron, así, aburridas en un cajón.

Por fin llegó el viernes. Cuando salió de trabajar fue a su casa para comer algo y cambiarse de ropa. Se dio una ducha y buscó algo para ponerse, pero no se le ocurría qué. Al final, decidió ponerse unos vaqueros, una camiseta ajustada y con mucho escote y una cazadora de piel. Unas botas negras y una lencería no tan cómoda como habría sido más apropiado redondearían su atuendo.

Metió su entrada en un bolsillo de la cazadora y el pase de backstage en otro. Salió a la calle y se dirigió al Palacio de los Deportes, no muy alejado de su apartamento. Aún faltaba más de una hora y media para el inicio del espectáculo, más de dos para que Valkiria salieran al escenario, pero ella quería ir pronto, para coger sitio, como cuando era una adolescente.

Pero no fue fácil. Cuando llegó, las puertas estaban abarrotadas, la gente se pegaba literalmente por entrar. Se fijó en la gente que allí esperaba. Veía a chicas y chicos jóvenes que le recordaban a ella misma no hacía tanto tiempo, chavales que cantaban canciones del grupo mientras esperaban para entrar.

Esperó cola un rato, y cuando le tocaba entrar, se equivocó de bolsillo y sacó el pase de backstage. Cuando lo vieron, los tipos de la puerta cambiaron su semblante hosco y se deshicieron en atenciones. Uno de ellos la acompañó hasta el lugar desde el que verían el concierto los VIP, muy cerca de los camerinos. Cuando llegó, se encontró con algunos viejos compañeros del instituto, amigos de toda la vida de Marcos a los que éste había invitado también. Besos, saludos, preguntas del tipo “¿qué es de tu vida?” y comentarios de la índole de “a ver cuándo quedamos para tomar un café” sirvieron para que el tiempo pasara más deprisa.

De repente, las luces se apagaron. Lucía miró hacia el enorme escenario (el más grande que recordaba) y vio moverse sobre él a cinco sombras. Eran los músicos de Cuentos Chinos, los teloneros. Una introducción barroca y ampulosa sirvió para recibirlos, y cuando terminó, las luces se encendieron y ellos comenzaron a tocar. Su música era muy dura, y su actitud sobre el escenario chulesca y un tanto arrogante. Casi parecía que ellos eran los músicos del grupo principal. Sólo tocaron cuarenta minutos, pero que a muchas personas se les hicieron eternos.

Cuando terminaron, muy deprisa el escenario fue invadido por un puñado de personas que cambiaron los micrófonos, los pedales y efectos de las guitarras y que sacaron de allí a toda prisa la batería de Cuentos Chinos, montada sobre una plataforma con ruedas, para, acto seguido, destapar la gran batería de Valkiria, con dos bombos en cuyos parches se veía el emblema de la banda: una valkiria entregando una copa a un guerrero vikingo y que hasta entonces había permanecido cubierta por una lona. Las luces volvieron a apagarse.

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Capítulo V: El reencuentro

El día siguiente pasó lentamente y de manera muy aburrida. El trabajo en el bufete no era todo lo apasionante que a ella le gustaría, pero en ocasiones le daba alguna alegría a sus ganas de emoción. Desgraciadamente, este día no fue de los que le dieron alegrías. Si no fuera porque una compañera, Marta, poco más joven que ella, le recordó que pronto iba a ser el cumpleaños de otra compañera, Beatriz, la más veterana del equipo de Bermúdez y asociados, de la que, además, se decía que había sido amante del jefe, Lucía no tendría ningún motivo para recordar que ese día fue a trabajar.

A las seis de la tarde salió del trabajo y, gracias a que el metro llegaba hasta la puerta de su oficina y la dejaba cerca de su apartamento, a las seis y veinticinco estaba en casa. Rápidamente, se dio una ducha y se cambió de ropa. Una falda larga y negra, una blusa blanca y un abrigo negro fueron su atuendo para esa tarde de reencuentro. Salió de su apartamento y se dirigió caminando a la cafetería en la que habían quedado. No estaba lejos de su casa. Cuando salió, una fuerte ráfaga de aire frío la abofeteó, desordenando los cabellos que tanto le había costado peinar.

A ella le llamaba la atención el hecho de que Marcos hubiera querido quedar en la cafetería, cuando antes solían quedar en una placita cercana para después ir paseando hasta el local. Cuando llegó se sentó a una mesa desde la que se veía la puerta; enseguida, un camarero llegó, solícito, para preguntar que iba a tomar con unos modales exquisitos. Ella pidió un té americano, con mucha canela. Mientras esperaba a que le sirvieran miró su reloj, un discreto Viceroy con correa de color marrón. Llegaba cinco minutos más tarde de las siete, y recordó que a él le exasperaba su impuntualidad, por eso no dejaba de resultar llamativo que él no hubiera llegado aún. El camarero volvió con lo que había pedido y ella empezó a mirar distraídamente a través del cristal del establecimiento.

Una motocicleta Suzuki de 250 centímetros cúbicos llamó su atención. Acababa de pararse en esa misma calle, y sobre ella iba un hombre vestido con pantalones vaqueros, botas negras y una cazadora de cuero negra; en el casco había una figura que ella no alcanzaba a reconocer. El hombre se quitó el casco antes de bajarse de la moto parada. Ella no pudo reprimir un estremecimiento cuando vio que de debajo del casco quedaban libres los rebeldes rizos castaños de Marcos. Se bajó de la moto y entró en la cafetería, ajeno a la expectación que provocaba que una estrella del rock entrara en el lugar. Miró a su alrededor y, cuando vio a Lucía, sonrió, la saludó con la mano y se acercó a ella.

Caminaba con seguridad, sin reparar en el ruido que sus botas provocaban sobre las baldosas del suelo. Ella no supo expresarlo con claridad, pero había algo en él que no era como antes. Caminaba con la cabeza alta y su mirada, algo fría, denotaba unas enormes ganas de comerse el mundo. Antes de sentarse, se acercó a Lucía y le dio dos besos mientras decía un “¿Qué pasa, colega?” que sonaba algo tópico. Después, dejó el casco en una de las sillas y entonces ella observó que la figura que tenía dibujada era una pirámide azteca (o tal vez era maya, a ella le parecían iguales). Él se quitó la cazadora, debajo de la que llevaba una camisa de pana granate, con el último botón desabrochado enseñando, a pesar del frío del invierno, los pelos de su pecho. Se sentó y se arremangó las mangas de la camisa. Entonces, ella clavó sus hermosos ojos verdes en los fuertes brazos de él, ahora desnudos, en busca de los picotazos que denotaran que había perdido su antigua sensatez para abandonarse en los brazos de una de esas adicciones tan habituales entre las estrellas del Rock, y lo único que vio fue la serpiente tatuada en su antebrazo derecho y la desconcertante presencia de un elegante reloj de pulsera en su muñeca izquierda, justo en el lugar donde, durante los conciertos, solía llevar una muñequera de piel negra con remaches de metal que demostraba claramente su actitud de músico de Heavy Metal. Se sintió aliviada, porque le preocupaba que su viejo amigo pudiera tomar heroína o cualquier otra droga.

- Veo que está bien – dijo ella –. Me alegro de que los años te traten bien.

- Gracias – respondió él –. Tú también estás estupenda, por ti no pasan los años.

- Sigues siendo un pésimo mentiroso – dijo ella sonriendo – Pero a todo el mundo le gustan los piropos. Te lo agradezco.

- Sabes que no me cuesta nada decir la verdad.

- ¿Entonces por qué no la dices? No estoy tan guapa como antes.

- Para mí siempre serás una mujer preciosa.

- Suponía que con tu trabajo habrías tenido la oportunidad de conocer a un montón de tías guapas dispuestas a acostarse contigo. Pero si yo sigo pareciéndote guapa será que no han sido tantas.

- Da igual que las grupies hagan cola a la puerta de mi camerino para echar un polvo con cualquiera de nosotros, ni que un montón de fans intenten entrar en mi casa cada día. A mí me sigue gustando el mismo tipo de mujer. Y tú te acercas bastante a él.

- ¿Quieres dejar de decir tonterías y decirme por qué os vais a separar? No parece lo más sensato cuando no hacéis más que vender discos.

Marcos se quedó pensativo. Intentaba buscar las palabras que explicaran todo lo que significaba la separación de Valkiria. Por fin, dijo:

- Hace tiempo que necesito algo de estabilidad. Empiezo a estar un poco cansado de andar de aquí para allá continuamente. Necesito descansar y dedicarme a algo un poco más tranquilo. Pocos músicos pueden vivir toda su vida de esto con el ritmo que llevamos. Además, desde hace algunos meses que tengo algunos problemas con Chema, y tal vez lo mejor sería que nos diéramos un tiempo para pensar. No es fácil componer cuando te llevas mal con el letrista.

- Si se va del grupo no tiene por qué pasar nada. Las letras podría escribirlas Ray, o tú podrías volver a hacerlo.

- Sí, pero cuando empezamos hicimos un trato para proteger nuestra amistad: si algún músico dejaba el grupo, nos separaríamos, para evitar que hubiera malos rollos.

- ¿Sólo por eso vas a dejarlo definitivamente?

- Por eso y porque quiero dedicarme a mi carrera como arqueólogo. Aún soy joven y podría soportar unas cuantas campañas de excavación. Si espero unos años más, sería demasiado tarde. Aparte de eso, aún tengo bastante lucidez como para poder terminar mi tesis doctoral, y todavía no estoy demasiado apartado de la investigación como para no conocer los nuevos descubrimientos que se están haciendo.

Ella le miró fijamente. Parecía que hablaba en serio. Ciertamente continuaba siendo un tipo bastante sensato. Prefería dejar la vida aventurera del músico de Rock n’ Roll a cambio de una más centrada e incluso burguesa.

Había cambiado. Por un lado, era un hombre más seguro de sí mismo. Pero por otro lado, seguía sin olvidar que quería ser arqueólogo desde que, con diez años, había visto en el cine Indiana Jones y la Última Cruzada. Todavía perseguía un sueño, pero no el de ser músico, sino el de ser un respetado investigador.

Tal vez no era el tipo que ella creía.

- Me resulta difícil creer que dejes tu carrera como estrella de la música por una vida más tranquila. Antes te gustaba la aventura.

- No es que haya dejado de gustarme. Simplemente, necesito tiempo para pensar.

Ella se quedó pensando. Se fijó en que, a través de los cristales, dos jóvenes, un chico y una chica, miraban a Marcos; lo habían reconocido. Entonces, Lucía dijo:

- Siempre he querido saber cómo es tu vida como músico. Siempre he querido que me contaras tranquilamente cómo vives, qué haces... Se suele hablar de estrellas que destrozan hoteles, se tiran a sus fans, y arman escándalos. Pero Valkiria nunca habéis sido así.

Los chicos entraron en la cafetería, se acercaron a la mesa que ocupaban Marcos y Lucía. Tímidamente, la joven, rubia y de no más de veinte años, le pidió a Marcos un autógrafo. Marcos, a falta de nada mejor, cogió dos servilletas de papel y pidió a Lucía un bolígrafo con el que les firmó dos. La chica le quitó el bolígrafo de la mano, cogió otra servilleta y escribió algo en ella. Con una sonrisa pícara, colocó el pedazo de papel doblado y el bolígrafo en el bolsillo de la camisa de Marcos, que la miraba con una expresión entre divertida y sorprendida. Los dos jóvenes se fueron, pero al salir del local, la chica volvió su mirada hacia Marcos, no sin antes guiñarle uno de sus ojos azules.

Marcos sacó el bolígrafo de su bolsillo y se lo devolvió a Lucía. Sacó también la servilleta, la desdobló y leyó un mensaje de la chica que decía “Si me llamas, te dejaré que me hagas lo que quieras”, y después aparecía un número de teléfono móvil. Él sonrió y dijo:

- Te referías a cosas como éstas ¿verdad? – y le acercó a Lucía el papel. Ella lo leyó, frunció el ceño y dijo:

- A algo así... – devolvió la servilleta a Marcos.

Éste arrugó el papel y lo depositó discretamente en un cenicero, ante la mirada atónita de Lucía.

- ¿No vas a llamarla? Parecía muy interesada en ti y tenía un buen par de tetas. Seguro que te haría pasar un buen rato.

- No estaba interesada en mí. Estaba interesada en follarse a un tío famoso. Eso me ayuda a contestar a tu pregunta. Muchos músicos destrozan los hoteles. Pero nosotros no creemos que sea necesario hacer eso para demostrar lo duros que somos. En ocasiones sí nos acostamos con las chicas que van a los camerinos. Pero tampoco lo hacemos habitualmente. Lo de armar escándalos tampoco va con nosotros.

- ¿Entonces qué hacéis?

- Trabajar mucho, tocar, componer,... Salimos poco la noche anterior a los conciertos, porque la gente ha pagado por vernos y tenemos que hacer un buen espectáculo. Yo además tengo en mi contra que cantar exige mejor forma que tocar. Todo esto es muy exigente. Trabajamos más de lo que la gente se cree, porque además tampoco tenemos un equipo demasiado grande a nuestro alrededor. Hay grupos que llevan equipos de asistentes de veinte o treinta personas, pero nosotros sólo tenemos a un técnico de luces, otro de sonido, otro que nos afina los instrumentos y dos que montan el escenario. Nada más. Comparados con otros, somos unos pobretones. – sonrió.

Justo después de decir esto, el móvil de Marcos sonó en el bolsillo de su pantalón. Sacó un Siemens de color plateado y respondió. Lucía no pudo evitar fijarse en las palabras que decía, y que le daban a entender que ese reencuentro estaba a punto de finalizar.

Efectivamente, cuando colgó el teléfono, él dijo:

- Lo siento mucho, pero tengo que irme. Tengo que acercarme hasta el local de ensayo para comentar con el técnico de escenario algunas cosas sobre los efectos que usaremos en el concierto.

- Vaya, cuánto lo siento – respondió ella.

- Te prometo que te lo compensaré, te llamaré otro día para quedar.

Dicho esto, antes de coger sus cosas e irse, sacó su cartera de otro bolsillo de su pantalón. Extrajo de ella varias entradas y un billete. Dejó el dinero sobre la mesa (“yo invito”, dijo) y le entregó las entradas a ella.

- Ten varias, por si quieres ir con más gente – dijo. Luego sacó una tarjeta del bolsillo de su camisa y se la entregó también –. Con esto podrás entrar en el backstage cuando termine el concierto, si te apetece – se corrigió –. Bueno, en el camerino, que backstage suena muy pedante.

Ella se lo agradeció con una sonrisa.

Entonces Marcos se puso de pie, cogió su casco y le propuso llevarla a alguna parte. Ella rehusó. Todavía no se había terminado el té, y además le apetecía caminar hasta su casa después.

Él salió de la cafetería y se subió en su moto, ajeno a los ojos verdes de ella, clavados en su espalda. Arrancó el motor y se fue de allí, hasta que su figura se perdió al fondo de la calle.

Lucía tenía las entradas y el pase de bakstage en su mano derecha. Miró el diseño de las entradas, fijándose en las imágenes que estaban dibujadas. Se trataba de unas caricaturas de los cuatro músicos sobre un escenario, muy sonrientes. Eran unos dibujos un tanto naif, casi ingenuos. Se fijó en el precio de las entradas. Su viejo amigo le acababa de hacer un regalo muy caro.

Miró entonces el pase de backstage, el sueño de cualquier fan. La chica de hacía un rato habría dado lo que fuera por tenerlo. Ella misma hubiera deseado tener uno en algún concierto al que había ido unos diez o quince años antes. A estas alturas no sabía si le serviría de algo.

Terminó la infusión de un trago, metió todo lo que Marcos le había dado en su bolso y salió de la cafetería. Caminó lentamente hacia su casa. Tendría que andar una media hora, pero no le importaba. No sabía por qué, pero tampoco tenía prisa. Volver a ver a Marcos le había traído buenos y gratos recuerdos.

Caminaba pensando en muchas cosas. Por ejemplo en lo aburrida que resultaba su vida últimamente. El concierto podría cambiar eso. Quién sabe, tal vez fuera la luz que necesitaba en su vida en ese momento. Una luz tenue y que no duraría más de dos horas o dos y media, pero al menos haría algo distinto.

Llegó a su casa, y cuando entró miró el reloj. Era más tarde de lo que pensaba. La tarde se le había pasado en un santiamén. “Es lo bueno de ver a los amigos”, pensó.

Se preparó algo para cenar y justo después se acostó. La noche anterior había dormido muy poco y le convenía descansar. Uno de los defectos del trabajo es que exige esfuerzo, y el esfuerzo exige haber descansado antes.

Capítulo VI (parte I).

Capítulo IV: Nueva llamada

El día pasó lentamente para Lucía que, distraída y mecánicamente, hacía su trabajo y trataba de aguantar las ganas de dejar lo que estaba haciendo y llamar a Marcos a casa de sus padres, sin saber que él ya no vivía allí. Por fin, a las seis de la tarde, la jornada terminó y ella cogió el metro para volver a su apartamento, aquél que había comprado para vivir con Daniel y que ahora sólo ella ocupaba.

Buscó su vieja agenda de teléfonos porque no era capaz de recordar un número que hace unos pocos años hubiera sido capaz de marcar con los ojos vendados. Cuando la encontró y, al ver el número, recordó que era el teléfono de una casa que estaba en un barrio alejado del suyo, lo marcó y la voz de la simpática madre de Marcos respondió:

- ¿Dígame?

- Hola, buenas tardes – dijo Lucía tímidamente y sin darse cuenta de que se estaba ruborizando como una adolescente – . ¿Podría hablar con Marcos, por favor?

- Marcos ya no vive aquí, hace un año que se mudó a un dúplex en el centro. ¿Quién le llama?

- Soy una antigua compañera de instituto, Lucía. Marcos me llamó hace un rato y quisiera hablar con él. ¿Podría darme su número, por favor?

- Por supuesto.

La madre de Marcos sabía de sobra quién era ella. La había conocido bastantes años antes, cuando Marcos se había empeñado en llevarla a casa para tocarle unas canciones, aunque no había vuelto a verla y tenía dificultad para recordar su rostro. Con mucha amabilidad, le dio el teléfono de su hijo, y se despidieron cordialmente, como si realmente se conocieran de algo.

Lucía, cada vez más nerviosa aunque no sabía por qué, marcó el número de Marcos. Realmente no estaba segura de si prefería que él estuviera en casa o no. Tres tonos de llamada y alguien descolgó.

- ¿Diga? – contestó Marcos al otro lado de la línea.

- Hola Marcos, soy Lucía. ¿Cómo estás?

- Hola, Lucía. Estoy bien, ¿y tú?

- Bastante bien, gracias. Te llamaba para decirte que creo que al final tal vez vaya a veros.

- Me alegro. ¿Te parece bien que quedemos mañana y te doy tu entrada? Bueno, la tuya y las que quieras, porque supongo que irás acompañada. Por cierto, ¿cómo se llamaba el tío con el que estabas? ¿Daniel, verdad?

- Sí, pero ya no estamos juntos; rompí con él, ya te contaré. Lo más probable es que vaya a veros sola. Tráeme sólo una entrada.

- Vaya, lo lamento, pero bueno, supongo que si tomaste esa decisión será porque consideraste que era lo mejor. ¿Te parece bien que nos veamos mañana a las siete de la tarde en la cafetería a la que solíamos ir antes?

- Sí, desde luego. Mañana te veo – no sabía por qué estaba nerviosa y azorada y por qué no podía decir nada más –. Hasta mañana.

- Hasta mañana. – respondió él sin comprender del todo cómo era posible que dos viejos amigos mantuvieran una conversación tan fría y llena de tópicos. Pero decidió que no se comería la cabeza con eso, porque su experiencia le había enseñado que lo mejor a veces es no dejar que los pensamientos demasiado retorcidos tengan demasiado lugar en la mente. Colgó el teléfono y cogió una guitarra acústica, una Martin de doce cuerdas, para practicar y no dejar que sus dedos perdieran ni un ápice de la agilidad con la que compensaban el hecho de que eran demasiado cortos.

Ella estaba ahora muy nerviosa, tanto que tuvo que ir a la cocina y prepararse una tila. No comprendía lo que le pasaba. ¿Por qué su cabeza sólo pensaba en ver a un antiguo amigo al que hacía dos años que no veía y en el que no habría pensado en los últimos meses si no fuera porque Marcos y su grupo salían habitualmente en los periódicos cuando otro de sus conciertos volvía a ser noticia por su espectacularidad y por la cantidad de gente que había ido? No lo entendía, pero lo que quedó de la tarde, ella no pudo hacer ninguna de las tareas que tenía que terminar para el día siguiente. Para el bendito día siguiente, en el que iba a entender por qué sentía lo que en esos momentos sentía.

Decidió irse a la cama muy temprano y, con mucha dificultad, logró dormir sólo cuatro horas. ¿Tal vez sentía que si no daba un giro radical a su vida jamás vería todo aquello que su privilegiada inteligencia le hacía merecer? Ella misma no sabía a qué se debía su estado de nerviosismo, pero estuvo, hasta que el sueño la venció, pensando en ello. Mañana, pensaba, sabría las respuestas.

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Capítulo III: Lucía

Por su parte, Lucía había sido una brillante estudiante de Derecho, merecedora de varias becas y que había hecho algún curso en el extranjero. Su vida siempre había girado en torno a su carrera, de manera que tenía fama de fría y distante con los hombres.

En el tiempo en que Marcos había comenzado a tocar en Valkiria, ella se había dedicado a buscar un trabajo acorde con su premio especial de licenciatura, conseguido al terminar su brillante carrera. Después de plantearse la posibilidad de hacer unas oposiciones que le permitieran ser funcionaria para el resto de su vida, había conocido a un joven, llamado Daniel, sobrino del afamado abogado Fernando Bermúdez. Daniel estuvo bastante tiempo persiguiendo a Lucía, hasta que ella aceptó salir con él e iniciaron una relación que duraría hasta el momento en el que Lucía se dio cuenta de que Daniel no sólo estaba por debajo de lo que ella merecía, sino que estaba por debajo de lo merecía cualquier mujer. Para cuando llegó ese momento, Daniel había conseguido que su tío aceptara contratar a Lucía a modo de prueba, creyendo que cuando ella dijera que quería cortar con él, su querido tío cobraría la justa venganza y ella acabaría en la calle. Pero las enormes aptitudes de Lucía, los tres idiomas que hablaba y su encanto personal hicieron que no sólo Fernando Bermúdez no la echara, sino que la convirtiera en asociada y en pieza imprescindible de su equipo, de manera que Daniel se quedó con cara de imbécil y con bastante resentimiento hacia su tío y hacia Lucía.

Desde entonces ella había empezado a consolidar su imparable carrera como abogada especializada en temas familiares, así que no es de extrañar que su vida girara de manera casi exclusiva en torno a su trabajo, con alguna esporádica relación sin demasiada importancia que sólo le hacía preguntarse si realmente había algún hombre que cumpliera lo que ella esperaba.

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Capítulo II: Marcos

A lo largo de todo el día, Lucía estuvo recordando a Marcos, a ese chaval algo tímido que había conocido cuando, con catorce años, los dos empezaron al instituto. No sin cierta dificultad, ella consiguió recordar incluso la primera conversación que tuvieron, sobre motos, cuando Lucía se acercó a preguntarle a ese chico que llevaba una carpeta forrada con fotografías de motocicletas de la marca Harley Davidson si le gustaban tanto esas máquinas como parecía. Esa fue la primera de una interminable lista de conversaciones sobre los más diversos temas que tuvieron a lo largo de los cuatro años de instituto, tiempo en el que él pareció mostrar un interés por Lucía que iba más allá de la simple amistad. A ella siempre le resultó interesante este chico, que podía pasar de una conversación sobre grupos de heavy metal a otra sobre la literatura más culta sin aparente dificultad. Una de las cosas que distinguía a Marcos era que poseía una cultura que estaba algo por encima de la media, y ella supo verlo enseguida.

Cuando empezaron a la Universidad, ella en Derecho y él en Arqueología, se distanciaron un poco, pero pronto supieron cómo volver a verse de manera habitual, cuando el interés de Marcos ya sólo era el propio de un amigo. En esos años, él cambió radicalmente su apariencia: por un lado, dejó de usar la horrible raya que lucía en el lado izquierdo de su peinado, dejando que sus rizos flotaran libres sobre su cráneo. Por otro lado, se dejó unas patillas que recordaban vagamente a las de John Travolta en Grease. Por último, en el último año de carrera, Marcos había empezado a hacer ejercicio, de modo que el tipo menudo y de escasa fuerza física se había convertido en unos pocos meses en lo que se había dado en llamar un tío cachas. Ese cambio de imagen le había venido muy bien, según decían todas las chicas con las que se había cruzado a lo largo de esos años.

Fue en ese momento cuando él había empezado a tocar en un grupo con un compañero de clase y un par de amigos de éste. Marcos tocaba la guitarra desde los dieciséis años, y de hecho una vez había hecho un pequeño “concierto” acústico en su casa para que Lucía lo escuchara cantar, sólo con su guitarra española y muchas ganas. Por eso, entró en el grupo como guitarrista cuando su amigo José le invitó a participar. Marcos acababa de licenciarse en Arqueología, con buenas notas y bastante experiencia en excavaciones, y necesitaba hacer algo que le distrajera mientras preparaba su doctorado, de manera que cuando José se lo propuso, aceptó sin pensarlo. El grupo estaba formado por Marcos y Chema en las guitarras, Ray en el bajo y José en la batería. Cuando decidieron buscar un nombre, no tuvieron que discutir demasiado para llegar a la conclusión de que el nombre que mejor les iba era el de Valkiria. El mayor problema vino cuando decidieron buscar un cantante. Después de probar a varios y darse cuenta de que ninguno servía para el sonido que ellos buscaban, cuando estaban a punto de desistir y dejar que el grupo desapareciera antes de empezar, un día que estaban en el local de ensayo, cedido por el Ayuntamiento de su ciudad, Marcos empezó a tararear distraídamente una canción que había escrito mientras rasgueaba su guitarra acústica. Cuando levantó la vista y sus ojos se cruzaron con los de sus compañeros se dio cuenta de aquello que ellos habían visto desde que la primera sílaba había salido de la boca de Marcos: que su voz rota era la mejor para Valkiria.

Desde ese momento, Marcos había aceptado el reto no sólo de cantar, sino también de escribir la mayoría de las canciones, y esa fue su labor durante bastante tiempo, hasta que comprendió que su talento era mayor a la hora de componer música que a la hora de escribir letras. A partir de ese día, Marcos se limitó a poner la música a las letras que Chema y Ray escribían para que él las cantara.

Pero antes de ese día, Valkiria ya había editado un disco, llamado igual que el grupo, que había tenido una acogida bastante buena, y sus miembros estaban componiendo ya el material que formaría parte del segundo, cuyo título sería Noche de lobos. Aún no eran del todo conscientes del potencial que tenían, pero algo les decía que esa mezcla de heavy metal y rock ochentero acabaría calando en el público.

Marcos todavía no se dedicaba a la música en exclusiva, de modo que a menudo llegaba tarde a ensayar porque tenía que ir a alguna de las clases del doctorado o tenía que suspender alguna actuación porque tenía que salir a prospectar para conseguir datos para su tesina. Sin embargo, cuando tras la increíblemente buena acogida de Noche de lobos las fechas de conciertos comenzaron a multiplicarse y la situación requería que se dedicaran por entero a Valkiria, Marcos tuvo que dejar de lado su prometedora carrera como arqueólogo, y dedicarse sólo al grupo, pese a que había publicado ya tres o cuatro interesantes artículos en otras tantas revistas especializadas, recibiendo críticas elogiosas por parte incluso de historiadores que jamás reconocerían la valía de la Arqueología como fuente. Marcos tenía entonces veintiséis años.

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Capítulo I: La llamada

La primera imagen que llegó a la mente de Lucía se remontaba a la semana anterior. Ella, una joven de casi treinta años, triunfadora en el trabajo pero no tanto en el amor, salía de su casa hacia el despacho de abogados en el que trabajaba desde hacía cinco años, Bermúdez y Asociados, gracias a la intermediación de cierta persona a la que ya no quería recordar, cuando el teléfono de su apartamento sonó insistentemente. No pudo llegar a tiempo para cogerlo antes de que el irritante contestador automático cumpliera con su función, de manera que no necesitó descolgar el auricular para escuchar el mensaje que una voz masculina, joven y cálida le dejaba en la máquina, con evidentes signos de fastidio.

- Soy Marcos, tu viejo compañero de instituto – dijo la voz –. ¿Cómo te va? Hacía tiempo que quería hablar contigo, y ahora he encontrado la mejor ocasión – Lucía no necesitó hacer el más mínimo esfuerzo para recordar el rostro de este hombre, al que conocía desde que ambos empezaron al instituto, con el que había mantenido una hermosa amistad, pero al que hacía ya un par de años que no veía; la voz prosiguió –. Como supongo que sabes, mi grupo está a punto de dar un concierto en el Palacio de los Deportes, que será nuestra despedida de los escenarios, y me gustaría que vinieras a vernos, porque no recuerdo que hayas venido a ninguna de nuestras actuaciones. Espero verte allí. Un beso. – dicho esto, el mensaje terminó.

Marcos se equivocaba. Ella los había visto en varias ocasiones, desde que hacía siete años él había iniciado su carrera como músico y cantante de rock duro. La primera había sido cuando habían actuado como teloneros de un grupo que a Marcos le encantaba, pero cuyo nombre Lucía no fue capaz de recordar. Él había aparecido en el escenario con una vieja camiseta negra en la que se veía la portada de un disco de Iron Maiden (o tal vez era de Metallica, Lucía no lo recordaba bien) y con su Fender Stratocaster color granate más reluciente que nunca para tocar, acompañado de sus tres amigos, sólo ocho canciones, de las cuales él había compuesto íntegramente cinco y había ayudado a componer las tres restantes.

La segunda vez que los vio había sido tres años más tarde, cuando ya la popularidad del grupo era mucha, en la fiesta del Partido Comunista en Madrid. Entonces ya tocaban como cabezas de cartel, y Marcos, dando a entender claramente que sus convicciones políticas no se alejaban lo más mínimo de las del partido que les había invitado, había salido a tocar con una camiseta roja en la que lucía una hoz y un martillo y con una bandera republicana colgando de una de las clavijas de su guitarra. Aquel concierto significó la consagración definitiva de la banda, no sólo entre el público rockero, sino también entre una masa de gente mucho más heterogénea.

Lucía todavía había tenido un par de oportunidades más de ver a Marcos y su grupo en conciertos cada vez más multitudinarios, pero esa etapa también coincidió con el momento en que habían empezado a distanciarse, debido a que las carreras de ambos les obligaban a hacer cada vez más sacrificios personales.

En esos años, la popularidad del grupo fue creciendo de manera incesante, tocando en varios festivales europeos y vendiendo una enorme cantidad de cada uno de sus cuatro discos; tan elevada era esa cantidad que Lucía suponía que si se retiraban tan pronto era porque ya tenían dinero suficiente como para vivir sin trabajar el resto de sus vidas. Ahora, después de tanto tiempo, él quería que ella estuviera en su último concierto, en el que debía ser su canto de cisne, y ella no sabía que hacer.

De hecho, mientras salía de casa, Lucía pensaba que, tal vez, lo más sensato sería llamarlo para decirle que, sintiéndolo mucho, ella no iba a poder ir al concierto, porque, aunque se iba a celebrar en viernes, al día siguiente ella debía terminar unos encargos que su jefe, Fernando Bermúdez, reputado abogado y, según decían las malas lenguas, bebedor en sus ratos libres, le había encomendado sin falta para el lunes siguiente. Decidida a hacer esa llamada por la noche y esperando que él no hubiera cambiado su número de teléfono en los dos últimos años y que sus costumbres no fueran las que se decía que tenían las estrellas del rock, ya que de lo contrario no sería tan fácil localizarlo de noche, Lucía llegó al bufete, dispuesta a cumplir con un trabajo que, en estos momentos, colmaba totalmente su vida, después de romper su relación con el hombre que le había presentado a Bermúdez, hombre que no sabía que ella conservaría su empleo después de que esa relación acabara gracias a su formidable preparación, su talento y sus ganas de triunfar. Pero sin darse cuenta, ese día no pudo evitar pensar de manera casi continua en el hombre que había dejado ese mensaje en su contestador, de manera que, a las doce de la mañana, ya sólo quería que la jornada terminara para poder devolverle la llamada, sin estar muy segura de qué era lo que al final iba a decirle.

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